sábado, 20 de octubre de 2012

24º Amanecer. "Grunge"



La melancolía de aquellas notas la perforaba. Pero adoraba esa oscuridad. Adoraba volar en ella, sumergirse en toda aquella esencia taciturna, hacerle el amor. Suciamente.

A pesar de saber que, en cierto modo, se hallaba atrapada, se sentía completamente libre. Sólo entonces podía volar. ¿De qué otro modo se podía concebir el alma de la libertad si uno no estaba encarcelado?

Entonces se dejaba llevar, extasiada. Abandonaba su cuerpo inerte y se elevaba. Todo estaba permitido. Todo valía. Todo era bello y eterno. Todo funcionaba.

Todo su ser, lejos de cualquier dimensión, se evaporaba. Fluía. Ya no sentía absolutamente nada.Y lo sentía todo.


lunes, 17 de septiembre de 2012

22º Amanecer. "La meta".


Cuando hay tantas cosas que no encajan, tantas cosas que no tienen sentido alguno, y sin embargo, suceden igualmente, cuando hay tantas sensaciones extrañas, de esas que penetran en el cuerpo, la mente y el alma y contaminan todo el ser, cuando mire donde mire, sólo parece haber gris y todo gira en espirales...

En esos momentos en los que no alcanzo a comprender qué está sucediendo y me siento ajena a todos y a todo. En esos momentos en los que aparecen oquedades en las entrañas y el tiempo no parece querer detenerse de su frenesí. En esos momentos en los que vuelve Emily y su poema Pain has an element of blank...

Mientras sólo suena Rocky Votolato o los Red Hot...

Entonces recuerdo ese momento.

Llovía. Fumaba un cigarro tras otro. La noche era oscura y hacía frío. Y estaba sola. Echaba de menos, pero de un modo que nunca había experimentado antes. Me sentía en paz. Sin saber cómo. Había dejado la melancolía atrás y las ideas fluían con rapidez y efervescencia. No lo dudé. Tomé una de las postales de la mochila y el bolígrafo. Y empecé a escribir...

Hacía tanto que no escribía... Y no entendía por qué, pero ni si quiera tenía tiempo a cuestionarlo. Las palabras se plasmaban una tras otra, con intensidad, en aquella postal. Pronto necesité otra. Encendí un cigarro y seguí escribiendo. ¿Qué narices se activó en mí aquella noche?

Una vez acabé de escribir el último rincón de la parte derecha inferior de la segunda postal, paré. En seco. Tenía la primera canción que había compuesto en mucho tiempo. Quizás tres años. Miraba sorprendida los garabatos. Había tardado tres malditos años en sacar algo así. De hecho, no recuerdo haber escrito algo con tanta fluidez en mi vida. Pero ahí estaba, en mis manos.

Pasaron un par de horas antes de que alguien llegara. Reconozco que hubo un momento en el que el frío me invadió y empecé a sentirme extraña. Pero pronto aquello pasó. Todo pasa.

Olvidé unos días aquella letra. La mantenía bien colocada en el atril, con la parte escrita mirando hacia mí. Por aquello de que nunca se sabe. Un día, sentí unas ganas increíbles de tocar y me senté al borde de la cama, mirando aquellas postales. Pronto recuperé una pequeña melodía que tenía guardada desde hacía años. Estaba virgen aún, como si, por alguna extraña razón, no hubiera existido letra suficientemente buena para usarla. Como si yo, inconscientemente, estuviera esperando al momento apropiado.

Aquel era el momento apropiado. Lo digo porque, sin saber cómo, en menos de media hora la tenía toda ligada y grabada. O, por lo menos, un primer proyecto. Decidí enviársela a Laura sin dudarlo. Estaba completamente segura. Como no lo había estado nunca antes. Supe que debía enviársela y hacer que ella la cantara. Tenía el presentimiento de que aquello que había enviado, pronto se convertiría en algo grande. Yo me sentía grande.

Laura tardó varios días en escucharla, pero no le di importancia. Me sentía completamente tranquila al saber que aquel gran éxito saldría a la luz tarde o temprano. Me comentó que le gustaba y que le parecía buena, sin mucho énfasis. No me molestó. Incluso los genios como Laura a veces tardan en darse cuenta de lo que puede comportar un tema así en el mundo.

Algunos días después, me envió un mensaje que me desalentó por completo. Aquella canción le recordaba a otra, que había sido todo un top hit de los años noventa y que conocía a la perfección. No acabé de encontrarle similitudes en mi cabeza, por más que me lo propuse, pero aquello me dejó sin energías. Después de todo, un genio es un genio. Y yo nunca lo fui.

Aunque me comentó que trabajaríamos en ello y miraríamos qué podíamos hacer, decidí olvidar la canción y cantarla en mis adentros, donde todavía seguía siendo todo un himno. Sin embargo, pasaban los días y no podía quitarme esa melodía de la cabeza. Se había convertido en algo tan significativo para mí, en algo tan jodidamente enorme, que sentía que en cualquier momento se iba a acabar expandiendo, hasta colapsar todo mi ser. A modo de válvula de escape, seguía tocándola en la intimidad, para hacerlo más llevadero.

Necesité hablar con Laura varias veces sobre el tema. Un día, la llevé a la sala, y le pedí que, por favor lo intentara. Entonces, antes de empezar, me pidió que tocara la melodía. Y empezó a cantar el hit noventero sobre ella. Sí, tenía un aire. Pero nada que ver con lo que había imaginado. Qué imbécil había sido, ocurre con tantas canciones... El noventa por ciento de las canciones que escuchamos hoy en día tienen los mismos cuatro acordes: Sol, Do, Re y Mim. No era tan difícil que mi melodía encajara con aquella canción. Muchas lo harán, seguro.

Entonces le enseñé lo que yo tenía. E intentó hacerlo. Pero le resultó difícil. Y yo, que me había despojado de toda preocupación, no sentí angustia alguna. Sabía que le iba a costar hacerla suya. Después de tres años sin cantar otra composición que no fuera exclusivamente suya, era de esperar. Pero ahí volvía a estar yo, mis letras, mi música. Y su voz.

La sesión no fue muy productiva, pero obtuve una valiosa lección: El mayor fracaso es no llegar a hacer algo por miedo a fracasar.

Y así es como, en el último ensayo, una vez acabamos todos, antes de que nadie pudiera recoger, sin decir nada, comencé a tocar. Ni si quiera pensé en lo que estaba haciendo, pero allí estaba mi gran éxito. Creo que el bajista lo percibió, porque a los segundos, le había sacado la base a la perfección. Me sorprendí muchísimo al escucharnos a los dos tocar aquel tema, y ver que había encajado completamente la idea. Me preguntó qué era aquello y le respondí que era una canción que había compuesto. Quise enseñársela del todo. Pronto tomé el micro. Me dispuse a cantarla, aunque estuviera un par de tonos por encima del mío.

Curioso era que, en la grabación que había enviado, la voz era un silbido. Había intentado cantarla un par de veces, pero era demasiado aguda para mí y no existía forma de llegar. Y, loca de mí, allí estaba, frente al micrófono, dispuesta a entregarme a cada nota. Sin que la duda de llegar o no al tono existiera en mi cabeza. Es que, de hecho, no existía la posibilidad de fallar. Aquella canción iba a brotar de mis cuerdas vocales del mismo modo que lo hizo de mi alma aquella fría noche de Agosto.

Y arrimando mis labios al micrófono, sin dejar de tocar, empecé a cantar.

"I'm sitting here, on the rain,
smoking all alone my cigarette..."

Joder. ¿Esa era mi voz? No podía ser cierto. Mi cuerpo se estremeció. Pero seguí cantando.

"Thinkin 'bout all these stupid things of life..."

¿Cómo coño lo estaba haciendo? Aquella no podía ser yo. La canción no estaba hecha para mi voz, para mi tono, para mí.... No podía ser real. Y, no obstante, no podía dejar de tocarla. Seguí cantando cada una de las líneas hasta llegar al punto de inflexión, en el que todavía a día de hoy, no tengo decidido cómo acabar.

De pronto, el otro guitarrista, después de haber estado observando con curiosidad, empezó a tocarla, y yo me sentí suficientemente libre como para poder cantarla otra vez, con toda disposición. Y mi voz volvió a brotar con fuerza. Y volví a llegar a cada una de aquellas notas agudas.

Ahora, ambos me preguntaban, curiosos, los detalles sobre las partes. Querían aprenderla. No podía creerlo. Tres años en el grupo, y después de un pequeño rechazo hacia una canción que había compuesto en los inicios, no había vuelto a traer nada más. Y ellos estaban ahí, atentos a cada una de mis simples explicaciones, para poder tocarla. 

-Es buena. -dijo el guitarrista. 

Yo, a pesar de haber tenido el presentimiento de que el tema iba a causar furor allá donde fuera, me sentía tan sorprendida de cómo habían acontecido los hechos, que no lograba creérmelo.

-Joder, si una canción es buena es buena. -repitió. - Y esta lo es. De verdad.

Lo miraba a los ojos. Afirmaba con seguridad. El mero hecho de haber tomado su guitarra, en vez de guardarla y, por primera vez, emular lo que estaba oyendo, ya dijo bastante. Pero yo seguía en éxtasis.

Pedí a Laura que la cantara. Se negó con cariño. Su voz estaba agotada. Pero, realmente, no hizo falta. Volví a entonarla una y otra vez hasta que fue hora de marchar. Y me empezaba a odiar por ello, porque sonaba tan increíblemente bien... Por un momento hasta dudé de si debía cantarla ella. Aquel pedazo de mi alma brotaba por cada poro de mi cuerpo. Y conseguí vaciar mis entrañas, lentamente, con eficacia, hasta que quedé completamente en blanco. La sala estaba impregnada de mi esencia. Un pedazo de mí se había quedado en aquellas cuerdas de bajo y de guitarra. El micrófono había absorbido una parte de mi ser.

Y me fui. 

Lo tengo claro. Va a llegar lejos. 

Vamos a llegar lejos.

viernes, 7 de septiembre de 2012

21º Amanecer. "El Manifiesto".

¿Sabes? Existe cantidad de gente que ha perdido el brillo en sus ojos. En todos lados, a todas horas. Han dejado de sonreír. O, peor aún, su sonrisa transmite únicamente amargura.

Las calles están llenas de cadáveres, de sombras grises vagando entre la masa. De sonámbulos con ojos abiertos, que operan sin libre albedrío, moviéndose a través de las horas de nuestros días. De seres que se levantan por la mañana y se acuestan por la noche. Y eso es todo. O a veces ni eso.

Gente que ha olvidado el significado de la palabra "ilusión". Que desconoce el poder de un sueño, la importancia de los pequeños detalles, la magia del mero hecho que es existir.

Todos y cada uno de nosotros somos obligados a abandonar el espíritu de ese niño que llevamos dentro, a medida que se forjan nuestros días y nuestros años. Todos somos obligados a vivir. Porque vivir es una responsabilidad. Y lo creemos a pies juntillas. Y saltamos al abismo sin dudarlo.

Nos ciegan. Nos dejamos cegar. Drogamos a esa fiera interior, esa que de pequeños sacaba los berridos más estridentes cuando algo no salía bien. La drogamos. Y así, vivimos anestesiados. Dejando pasar un día tras otro. Levantándonos y preguntándonos qué cojones hay ahí que nos haga levantarnos. Por qué deberíamos hacerlo.

Nos dejamos llevar. No sólo no vivimos nuestra vida. Acabamos intentando vivir vidas de otros. Porque alguien decidió meternos en la cabeza que es lo que ha de ser. Que es lo correcto. El modo correcto de vivir. Y dejamos de cuestionar. Y, peor aún, dejamos de cuestionarnos. Borramos nuestros valores y nuestros ideales, si es que alguna vez los llegamos a tener, y seguimos consumiendo droga. Al principio sólo un poco. Y luego, deseando morir de la sobredosis de la abundancia.

Y, si en algún momento, hay un pequeño cortocircuito, y despertamos del letargo, se encargan de hacernos saber que podemos calmar esa ansiedad y esa impotencia con más droga. Acudimos a centros de ocio y compras. Esos son los pozos del olvido. El nuevo Edén. Ahí, uno puede encontrar todo lo que necesita. Y ser feliz. Y todos seguimos inyectándonos más dosis, aunque nuestras venas estén quedando deshechas.

La vida es para trabajar. Producir. Consumir. Y los vacíos que puedan existir, siguen llenándose con materia. La vida es materia. La energía la ponemos nosotros.

Y yo sigo viendo más y más cadáveres. Incluso, a veces, si se acercan demasiado, tengo la sensación de que algo pequeño muere en mí.

Es irónico que exista el miedo a la muerte. Muchos de nosotros ya estamos muertos en vida. Y no sentimos ningún miedo, ni dolor. Ni si quiera lo percibimos. Nos suicidamos. Decidimos perder nuestra vida. ¿A cambio de qué?

Naces y vives solo. Nadie recuerda tu nombre cuando ya no estás físicamente aquí. A veces ni si quiera lo hacen cuando estás. Te hacen creer que necesitas ser parte de algo para poder funcionar, cuando lo único que realmente necesitas es unir todas las partes de tu propio ser y hacerlas funcionar. El resto es la guinda del pastel.

Dicen que el dinero mueve masas. Y te tatúan ese principio en el cerebro desde que naces. Dicen que el éxito es disponer de todo aquello agradable, deseable. Y te dan el listado. Y tú lo sigues a rajatabla, como si de la lista de la compra esencial se tratara. Pasas tu vida en el súper, comprando sueños y satisfacciones.

Nos pasamos la vida llenando nuestro alrededor. Mientras nuestro interior se halla vacío. Nos sentimos solos rodeados de gente. Nos sentimos solos en nuestro propio cuerpo. Y acudimos al señor televisor. O al señor ordenador. O a otra serie de señores y señoras que, lejos de ayudarnos a encontrar las respuestas, nos dejan con más preguntas inútiles en nuestra cabeza.

Olvidamos el significado de disfrutar. Porque acabamos por no saber hacerlo. Sólo queremos más. Más de todo, sea lo que sea. Y luego, una vez conseguimos tenerlo, no sentimos absolutamente nada.

Y nuestro propósito en la vida queda enterrado.

¿Recuerdas cuando eras niño y tenías muy claro que ibas a ser policía, o bombero, o profesor, o médico? Y luego creciste y supiste que en realidad lo que te gustaba igual tenía poco que ver con ello, pero habías encontrado un nuevo sueño. ¿Y ahora? ¿Dónde estás ahora?

¿Lo abandonaste una vez encontraste un trabajo que te proporcionaba lo suficiente como para vivir lo que entonces considerabas una vida plena? ¿Y dónde queda ahora esa plenitud?

Todos los seres humanos erramos. Nos hacen creer que equivocarse es un crimen. Tenemos que ser perfectos. Tenemos que ser el canon. Porque es lo que debe ser. No existen segundas oportunidades. Nunca podrás llegar a ser lo que quieres ser. Porque ni si quiera recuerdas qué era eso.

Pero, sin embargo, ni si quiera eres capaz de llegar a ser lo que debes ser. Lo que se supone que es lo que has de ser. Ni si quiera te permiten llegar a eso, ni convertirlo en tu sueño. Siempre eres demasiado joven, demasiado viejo, demasiado alto, demasiado bajo, demasiado gordo, demasiado delgado, demasiado fuerte, demasiado débil, demasiado inexperto, demasiado competente.

Hacen que la vida sea una de esas máquinas recreativas en las que, por más que lo intentes, por más que calcules bien los pasos y por más que te prepares, siempre acabas quedando demasiado lejos del objetivo. Nunca te llevas el premio. E inviertes todo tu esfuerzo, todo tu dinero. Y nada se mueve. Ni masas ni ostias.

Y si por una de estas, vuelves a despertar del letargo, con energía y determinación, y deseas salir de esta enfermedad, estás fuera. Estás solo. Pero es totalmente irónico, si te lo paras a pensar. Estabas solo de todos modos. Dentro o fuera. Así que... Qué más te da.

Nos hacen sentir que necesitamos la aprobación. De nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestros jefes, de nuestra querida masa. Y nuestra propia aprobación queda siempre en un segundo plano. O en un tercero. O en el fondo de la nada.

Y así es como, millones y millones de sombras grises siguen vagando por las calles. Igual disponen de una casa con jardín, piscina y perro. Igual tienen un trabajo envidiable y cobran cinco mil euros al mes. Igual tienen dos coches, un chalet en la sierra y todo el equipamiento necesario para disfrutar. Igual, hasta han construido una familia. Y quizás eso es lo más precioso que han podido hacer jamás. Y sin embargo, siguen vagando, grises, tristes. Vacíos. Levantándose, yendo hacia un lugar que, en el fondo, odian. Gastando todas sus horas y su energía en hacer algo en lo que no creen. Volviendo a casa en un flamante Mercedes, conduciéndolo a desgana, con ganas de llegar a la guarida y esconderse. Evitando todo contacto con el mundo, con su mundo. Huyendo de sus esposas, sus maridos, sus hijos. Huyendo de sus amigos. Huyendo de sus padres. Huyendo de sí mismos. Y llegan los fines de semana. Y los niños quieren saber quién es su progenitor. Y el progenitor sólo piensa en meterse en su chalet de la sierra y olvidarse de su trabajo, de su existencia, de sí mismo.

Igual no disponen de casa con jardín y perro. Igual no tienen coche, ni han construido una familia. Igual no llegan ni a los treinta años. O ni si quiera a los veinte. Son sólo personas de a pié, a las que una vez su sueño fue negado. Y se pasan el día yendo a la universidad, o a la escuela, o al trabajo. Y vuelven a sus casas y el proceso es el mismo. Huyen. Desean desaparecer. A veces se quejan del mundo. A veces se quejan de la existencia y de la realidad. Y luego, una vez hecha la queja, vuelven a su agujero. A hibernar.

Es irónico que sintamos miedo. Miedo al fracaso. A no llegar al canon. A sufrir. Miedo a no recibir aprobaciones y cariño. Y sobre todo, miedo a morir. Miedo a caer enfermos y morir. Oímos la palabra cáncer o SIDA y se nos estremece el cuerpo. Vemos la muerte. Y temblamos. Pero esas enfermedades no matan. La única enfermedad que mata es la indiferencia, la pasividad, la sumisión. La rendición.

Y se propaga a la velocidad de la luz. Y todos somos extremadamente vulnerables al contagio.

Yo me niego.

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Recuerdo estos días de verano. Los recordaré siempre.

Vender entradas en una piscina de verano no es el trabajo de mi vida. Pero me ha enseñado algo muy valioso: tasar esos pequeños detalles cotidianos con el valor que realmente merecen.

Este verano cobré unos setecientos y pico euros al mes. Pero me hice rica.

Obtuve algo mucho más grande y valioso que todo aquello que se supone que hemos de alcanzar al final de nuestros días. Y en un sólo verano. Si consigo seguir trabajando en las pequeñas cosas cotidianas de mi vida, a este ritmo, cuando muera, sea cuando sea, me van a incinerar multimillonaria.

No todo fueron glorias. También hubo momentos duros, como en todo trabajo. Pero, en esos días en los que deseaba no haberme levantado, en esos días en que todas esas pequeñas partes en mí no encajaban, aparecía él.

Lo veía bajar corriendo la rampa, casi a punto de tropezar en cualquier paso. Apenas había salido del cochecito. Debía tener dos años. Pero se le veía aún prematuro para mantener demasiados pasos juntos. Él iba a su ritmo. Su padre lo seguía atrás, sujetando el cochecito con una mano y media. Digo y media porque el chico, que apenas pasaría los treinta años, carecía del antebrazo derecho. Y a continuación del codo, tenía un pequeño muñón que le llegaba a la altura del cochecito, rozando con algo de esfuerzo, su manillar.

El chiquillo entraba loco, feliz, eufórico, porque iba a la piscina. Y saludaba sonriendo. Le brillaban los ojos. Se acercaba al mostrador y me soltaba un dulce: "¡Hola!". Esperaba al padre con ilusión, deseando que se apresurara lo máximo posible. Y ahí entraba, al cabo de pocos segundos, el buen hombre, con el cochecito a medio sujetar. Sonreía, saludaba, compraba su entrada, deseaba un buen día, y junto al pequeño, se dirigía con ilusión hacia la piscina.

Un día, después de la carrera, se acercó al mostrador mientras bajaba su padre. Saludó y se me quedó mirando. Yo le sonreía y cuando estaba a punto de decirle alguna tontería para hacerlo reír, se acercó el padre. Me sonrió. "Va, pregúntaselo.", le dijo. Entonces el niño, con algo de timidez, me preguntó: ¿Cómo te llamas?

Yo me quedé tan atónita que al principio no supe qué contestar. Aquel niño quería saber cómo me llamaba. En todos los meses que había estado ahí, nadie me había preguntado mi nombre. Excepto para reclamaciones, claro. Y ahí estaba aquel bicho, deseoso de saber mi nombre.

Le pude responder por fin. "Me llamo Sara". El niño abrió los ojos contento.

El padre compró la entrada y entonces, me dijo que el chiquillo sentía una ilusión enorme por saber mi nombre. Me quedé sin respiración y no supe qué contestar. Intenté preguntarle el nombre al niño. Pero todavía no articulaba del todo bien las palabras y yo me hallaba demasiado emocionada como para comprender algo. No pude entenderlo. Y una vez se marcharon, me sentí imbécil.

Aquello fue peor que el suspenso de matemáticas con un 4.95 que tuve en cuarto de la ESO. También fue peor que el momento en el que se deshicieron de mí, con disimulo, de la academia en la que estuve trabajando unos meses. Fue mucho peor que el momento en el que esa persona, con la que creía estar empezando una relación llena de ilusiones y proyectos, me dejó, de la noche a la mañana. Fue increíblemente peor que el momento en el que aquella persona a la que llamaba "amigo" me hizo el vacío y dejó de querer saber nada de mí. Fue peor que saber que no voy a poderme pagar el conservatorio este año y voy a tener que dejar mis estudios oficiales de guitarra. Fue mucho, mucho, peor.

Pasé los días siguientes esperándolo, con vergüenza a volverle a preguntar el nombre. Deseando que, en algún momento, alguien dijera su nombre y yo pudiera entenderlo. Y así poderle saludar del mismo modo que él hacía conmigo.

La escena se repetía día tras día. El niño bajaba corriendo la rampa, entraba sonriente, ilusionado, con brillo en los ojos, y me decía con su voz dulce y aguda:

"¡Hola Sara!"

Y bajaba el padre, con el cochecito, a los pocos segundos. Pagaba su entrada, me sonreía, me deseaba un buen día y se iba con el pequeño, cruzando el pasillo hasta los vestuarios. Y allí me quedaba yo, con el corazón en el pecho, sin una palabra que saliera de mi boca, sintiéndome más y más imbécil.

Hasta que un día, al salir de la piscina, el niño salió corriendo y vino a decirme adiós, sonriendo. Lo hacía igualmente todos los días, pero aquel en concreto, venía con más familiares. Y alguien dijo las palabras mágicas.

"¡No corras, Ignasi!"

Y yo sentí que me daba un vuelco al corazón. Por fin conocía el nombre del niño.

"¡Adiós, Sara!"

La misma persona que le había pedido que no corriera, entonces dijo con dulzura:

"En casa, todos sabemos ya que te llamas Sara. Ignasi no para de repetirlo."

Y tuve que contener las lágrimas, del mismo modo que hago ahora, para no soltar toda la emoción que guardaba en mis adentros. Sonreí como pude, entre escalofrío y escalofrío. Me armé de valor y dije:

"Adiós Ignasi, hasta mañana."

Y el crío, subió la rampa, mirando a cada segundo al mostrador, repitiendo como loco un "¡Adiós, Sara!" a cada paso que daba, obteniendo mi correspondiente "¡Adiós, Ignasi" como respuesta a cada uno de ellos. Hasta que perdió de vista el mostrador. Y yo lo perdí de vista en la rampa.

Esto se repitió todos y cada uno de los días hasta que, unos días antes de que la temporada terminara, el padre y el crío, dejaron de venir. Y yo hubiera deseado darle el último "hasta mañana". O "hasta pronto". Porque sea como fuere, ese niño no se ha ido. Por lo menos, de mi corazón.

***

Y esta mañana me he despertado. Y he empezado a notar los primeros síntomas. Mi cuerpo se negaba a levantarse de la cama. Mi cabeza amanecía nublada y no sentía fuerzas para levantarme y hacer algo. No sabía qué debía hacer. Qué se suponía que iba a hacer para que tuviera sentido levantarse. 

Finalmente, he conseguido levantarme e ir al baño. He vuelto al instante a la cama, mirando el reloj pasar.

Y de pronto, lo he oído. Alguien lo ha gritado. 

"¡Hola, Sara!"

Y he abierto los ojos. Ignasi estaba ahí, al pie de la cama, sonriendo, mirándome con ilusión, con esos ojos brillando, rezumando vida. 

Algo ha hecho click en mí entonces. Una especie de espasmo que me ha hecho levantarme. Dar un puto bote de la cama. Como una campeona. Y le he respondido, sonriendo: "¡¡Hola, Ignasi!!"

Y nada ha cambiado en mi vida. Sigo teniendo unos pocos euros en la cuenta. Sigo sin trabajo, esperando el comienzo de las clases. Si es que llega. Pero me he vuelto a sentir rica. Y con ganas de sonreír. Hoy he vencido a la enfermedad.

Y sé que volverá a por mí. Volverá a por todos nosotros. 

Pero cada vez que lo haga, sonreiré a Ignasi. Lo saludaré con cariño y empezaré mi día, conservando su sonrisa y su brillo en mi interior. Los haré míos. 

No pienso ceder. No pienso caer. 

No.

Yo me niego.


lunes, 3 de septiembre de 2012

20º Amanecer. "La lista definitiva. O una parte de ella."



Deshacer una cama perfectamente hecha.

Tirarse a una piscina con ropa y saborear las décimas de segundo en que el agua penetra por el tejido y moja la piel.

La cerveza de media mañana.

Guiñar el ojo derecho y sonreír con picardía.

El tacto del teclado del portátil.

Vislumbrar la calle, al salir de la boca del metro, un sábado por la noche de fiesta.

Las milésimas de segundo antes de un beso.

El asfalto de las calles de Belfast.

Quedarse embobado/a mirando la luna llena.

El primer trago de Guinness.

Pasear bajo el chirimiri sin paraguas.

Escuchar una canción nueva y repetirla hasta la saciedad.

El tacto de las cuerdas nuevas y brillantes.

Beber una cerveza al cocinar.

Ver niños jugando en un parque y escuchar sus risas.

Sentarse en un banco a observar a la gente pasar e imaginarse a dónde van, de dónde vienen, qué clase de vida tienen y otro montón de preguntas sin sentido.

La voz de Eddie Vedder desgarrándose. Especialmente en "Jeremy".

Adentrarse en los ojos de la gente. Y perderse en ellos si tienen la puerta suficientemente abierta.

La cerveza de verano en la terraza, al atardecer, con el cielo manchado de nubes.

Sentarse en un banco de St. James Park en Londres y descubrir el sentido de la existencia.

Fumarse un cigarro de noche, tumbado/a en la hierba, mirando las estrellas. O en la cubierta de un barco, si el sueldo lo permite.

El calor de la chimenea del Kelly's Cellars en una noche de invierno.

Las letras de Manolo García.

El primer calo de un cigarro después de un trago de alcohol.

Un abrazo de dos minutos.

Meditar con Enya de fondo.

Entrar a un bar y encontrar música en directo por casualidad. Y que toquen "Fast Car" de Tracy Chapman.

Los susurros en la oreja.

Observar la llama de una vela rodeado/a de oscuridad.

Pasearse desnudo/a por casa.

Darse una ducha con agua ardiendo, hasta que la piel quede roja.

Las risas que pausan los besos y luego los hacen seguir con más intensidad.

Escribir pensamientos absurdos y existenciales en cualquier lugar.

Los acordes sus4, los menores y los de quinta.

Escuchar "Ain't No Sunshine", "Nights of White Satin" y "Black Orpheus" de noche, en el cuarto, a oscuras.

Los flashes de una discoteca que, por segundos, iluminan la acumulación de energía y vida en el aire.

Asignar inconscientemente colores y olores a las cosas, situaciones, personas y momentos.

La poesía de calle, como la de Kutxi Romero y Robe Iniesta. O la de Charles Bukowski.

Desayunar la pizza de la cena del día anterior.

Los bonsáis.

La página en blanco de un documento de Word.

El sonido melancólico del piano.

Ver cómo la barra del "loading" llega a su fin.

Colocarse sólo al escuchar "No Quarter" de Led Zeppelin.

Leer o escuchar citas inspiradoras de cualquier persona.

El acento musical de Belfast.

Sonreír por cualquier gilipollez en medio de la gente y que nadie conozca el por qué.

Las miradas y las sonrisas de complicidad.

El escalofrío que produce una mano acariciando la piel desnuda.

El color negro.

El color blanco.

Las pequeñas conversaciones con desconocidos que hacen sentir amarillo.

El sexo sucio con pasión.

Gritar hasta quedarse sin voz.

Los segundos antes de que el llanto contenido rebose de repente.

Las conversaciones de más de cinco horas sobre el todo y la nada.

El primer "Te quiero".

Las fotografías de la cotidianidad.

El olor del incienso.

Los segundos previos a un orgasmo.

El símbolo de infinito.

El tacto de una aguja, perforando la piel, al hacer un tatuaje.

Salir a un escenario y ver una cara familiar debajo, sonriendo.

Las púas.

Los relojes de arena y las dunas.

Hacer listas.

Las epifanías.

El cuero.

El tacto de las manos de una persona mayor.

Ver amanecer.

Mantener una charla en el asiento trasero de coche, con las ventanillas bajadas.

Pasear por un cementerio.

Las sombras jugando en las paredes...

miércoles, 29 de agosto de 2012

19º Amanecer. "Camino al paraíso"



A veces, me siento orgullosa de poder mantener ese tenue silencio.

Porque si dijera todo aquello que se desprende de mis entrañas, con el corazón en un puño, todo saldría volando fugazmente. Casi del mismo modo que llegó.

La impaciencia nunca fue buena compañera. Pero, como todo en la vida, uno debe acabar aprendiendo a marcar límites.

Sé que llegará el momento en el que lo haré. Como si me fuera a comer las estrellas una a una.

Oh, paraíso...

domingo, 26 de agosto de 2012

18º Amanecer. "Vuelos"



En el comedor se respiraba el aire cargado. La única ventana que daba a la calle estaba abierta pero, a pesar de entrar una pequeña brisa fresca, había demasiada densidad en el ambiente y le costaba mantener la atención a la conversación.

Como si de un espasmo se tratara, se levantó de pronto del sillón y se acercó al ordenador portátil, sintiendo el impulso de poner algo de música que pudiera distraer su mente por un rato. Escogió un album de Pearl Jam y se encendió un cigarro.

La voz de Eddie Vedder empezó a penetrar en su cabeza y sintió que le crecían alas. Por unos segundos, empezó a sentirse despojada de toda sensación de ahogo en su vida y en aquel cuarto.

-Yo suelo escuchar a Led Zeppelin cuando quiero volar. -dijo una voz.

De pronto volvió al cuarto.

-Sí, pero si te fijas los viajes son totalmente distintos.

-Explícate. -Volvió la voz.

Dio una calada a su cigarro y sacó lentamente el humo. Intentó ordenar las palabras en su cabeza. Le pareció que el cuarto empezaba a desvanecerse.

-Pearl Jam es liberación. Es ira e inconformismo, pero también es paz. Pearl Jam es nubes y cielo abierto. Pero también es tormenta y oscuridad. Es éxtasis y revelación. Es la catarsis de nuestros días de existencia.

-Comprendo...

-Led Zeppelin es misticismo. Es abstracción y desintegración, pero también es el sentido. Led Zeppelin es universo y el infinito. Pero también es la nada y lo supernatural. Es la pausa del tiempo y la lógica de lo incoherente. Es la epifanía de lo puro.

Se hizo el silencio. Siguió fumando lentamente su pitillo, saboreando cada calo como si el aire fuera a agotarse en cualquier momento.

-Pon "No Quarter". Me hace perderme en el cosmos. Siento que voy a acabar colocándome más de la cuenta... -Hizo una pausa para seguir fumando. - No me importaría morir de sobredosis.

Las primeras notas de la canción sonaron. Sintió una fuerte presión en su sien. A medida que iba abandonándose en la voz de Plant, el cuarto siguió desvaneciéndose hasta desaparecer. Las estrellas aparecieron en el infinito y sintió que flotaba. A su lado, Major Tom sonreía con complicidad.

-Creo que si la canción sigue un sólo segundo más, no voy a poder regresar, Tom.

De pronto, se halló en silencio. La gravedad se hizo presente y cayó en picado hacia la tierra. Golpeó duramente contra el asfalto. Sus pulmones se encogieron y empezó a notar un sabor ferroso en la boca.

Miró a su alrededor. Volvía a estar en aquel comedor. Major Tom había desaparecido. Volvió su vista al frente. Pudo visualizar una sombra a poco más de un metro. Sus ojos, empapados de lágrimas y sudor, pudieron distinguir una guitarra. Se acercó a ella como pudo. La tomó y colocó su mano en el mástil.

-¿Quieres tocar ahora? -Entonó la voz.

-Sí. Ya casi lo tengo. Queda bien poco...

-¿Para qué?

-Para volver allá arriba.

Tomó una púa de su bolsillo y empezó a rasgar las cuerdas. El cuarto se desintegró de nuevo. Las estrellas, a lo lejos, brillaban intensamente. Allí estaba Major Tom, tendiéndole la mano. Sonrió.

-No me importaría morir de sobredosis.

martes, 21 de agosto de 2012

17º Amanecer. "Omen"



Las palabras tropezaban antes si quiera de salir de sus labios. Aquella torpeza adolescente volvía a hacer presencia después de tantos años y sentía que la presión en sus venas era tan grande que en cualquier momento podían estallar. Su cabeza parecía un hervidero de emociones y pensamientos, carente de sentido alguno y cuanto más intentaba poner algo de orden, más confuso y extraño le parecía todo.

La revolución de la mente. Del ser.

"I... Oh, I'm still alive..."

Juegos de luces, sombras y matices. Eddie Vedder desgarrándose. El dulce sabor del alcohol derramándose en la garganta. Partituras a medio tocar. Los sentidos, agudizados, completamente perdidos, en lucha. La complicidad a flor de piel.

Un puente azul al horizonte del alma. Y Eddie Vedder desgarrándose...

miércoles, 6 de junio de 2012

Y todo tiene tu voz. Hasta las letras se juntan para formar tu nombre.

Empiezo a pensar que la locura ha invadido también esa pequeña parcela intacta que quedaba en mi razón...

domingo, 3 de junio de 2012

16º Amanecer "Las leyes del corazón"


Supongo que cerrar los ojos fuertemente y desear alzar el vuelo con todas mis fuerzas debería ser suficiente para mi alma se exonerara y viajara a esa dimensión ajena a todo, ese mundo dónde la sangre pierde ese sabor a herrumbre del paso de los días y el aire aminora el pulso lejano de las horas.

Las conjeturas se hicieron para los necios. Del mismo modo que la esperanza.

Dicen que si uno es capaz de esperar lo suficiente, las noches mueren. Y amanece.

No obstante, las leyes de la naturaleza no siempre acompañan las del corazón. En ocasiones, éste cuenta con un poder tan impetuoso que, jugando a su antojo, consigue cambiar todo aquello omnipotente, todo aquello universal.

En esas ocasiones, mueren los amaneceres y los días se cubren de un manto oscuro imperecedero.

Y uno puede sentarse a esperar que salga el sol hasta el fin de los tiempos, si es necesario.

Supongo que creer que un nuevo amanecer es posible y desear ver un tenue haz de luz penetrando en la oscuridad debería ser indispensable para mantener nuestra esencia humana.

Pero las conjeturas se hicieron para los necios. Del mismo modo que la esperanza...


sábado, 19 de mayo de 2012

¿Existe algo en el mundo que pueda proporcionarlo todo sin pedir nunca nada a cambio?

¿Que libere las riendas, dé alas y haga volar?

¿Existe algo en el mundo que no guarde rencor, no se goce de la injusticia y que todo lo soporte?

¿Que no tenga prejuicios, ni complejos y no atienda a sinrazones?

¿Existe algo en el mundo que llene ese vacío existencial y desate pasiones?

¿Que lubrique los mecanismos oxidados del alma y los invite al frenesí?

¿Existe algo en el mundo que todo lo pueda y todo lo quiera?

¿Que sea intangible como aire, pero mueva el mundos y derrumbe barreras?

¿Existe algo en el mundo que sea eterno, impasible al tiempo y a sus desdichas?

¿Que, por encima de todo, se mantenga siempre fuerte y duradero?

¿Existe algo en el mundo que pueda dar sentido a los días y a las noches, a las glorias y a los fracasos, a las sonrisas y a los llantos, al joven y al viejo, al creyente y al que ha perdido la fe?

¿Que consiga que aquel que no tiene nada decida levantarse un día más y luchar?

¿Existe algo en el mundo que insufle vida al corazón moribundo?

¿Que demuestre que la única grandeza que existe es la locura?

***

Sí, yo también creo en ti. Y ahora más que nunca doy gracias por no haberte cerrado mi alma en todos mis años. 

Dios existe. 








Se llama música...

jueves, 17 de mayo de 2012

Silence resounded in her head.

The Yellow Wallpaper had come alive.






"There are things in that paper which nobody knows but me, or ever will.
Behind that outside pattern, the dim shapes get clearer every day."

sábado, 24 de marzo de 2012

X

Aquella mirada me congelaba el pulso.

Bajé la cabeza.

Sentados todos alrededor de la mesa, conversábamos y reíamos sobre cosas banales. Sin embargo, su mera presencia me inquietaba. Había un halo místico en él. Una extraña oscuridad que lo rodeaba. Parecía ser de esas personas sobre las cuales crees saber poco y más bien sabes nada.

Había intentado quitarme esa sensación de incomodidad más de una vez, intentando charlar con él a solas. Pero el resultado siempre acababa siendo nefasto, y mi percepción se acrecentaba aún más. No entendía por qué aquella persona provocaba tanto sentimiento de ansiedad y vulnerabilidad en mí.

Aunque parecía ser la única. El resto de los invitados, sonreían a sus palabras y atendían a todas y cada una de sus explicaciones con interés. Nadie parecía apreciar aquel misterio tácito que emanaba de su ser. Empezaba a creer que estaba loca.

Volví a mirar al frente. Ya no estaba. De pronto, me sentí tranquila y aliviada. ¿Qué me estaba pasando? Decidí ir al baño a despejarme un poco. Aquellos giros bruscos que me provocaba en el ánimo acabarían matándome. Me sentía en tensión continua cada vez que estaba cerca, y de pronto, una vez desaparecía, mi cuerpo y mi mente se relajaban. Aquello era agotador. Tenía que frenarlo tarde o temprano.

Me levanté de la mesa y fui hacia el pasillo. Medio aturdida todavía por aquel vaivén de sensaciones, fui a apoyarme en la pared, intentando recuperar el aliento. Tropecé con algo sin querer. No había visto el radiador que se hallaba a la entrada del pasillo, pero me había dado un buen golpe en la pierna. Y me empezaba a arder. Me sorprendió descubrir que lo que ardía era el propio radiador y que era el golpe lo que había provocado que yo sintiera un calor tan intenso en la pierna. Me reincorporé y seguí hacia el lavabo. Necesitaba una buena dosis de agua en la cara. Y quizás unos minutos para pensar. O, mejor aún, para no hacerlo.


El pasillo siempre me había parecido bastante corto, pero el dolor que todavía sentía me hacía avanzar lentamente. Tras unos pocos pasos, empecé a sentir un extraño frío. El pasillo estaba helado. Me recorrió un escalofrío. Me aterrorizó ver cómo el vaho acompañaba mi respiración. Busqué el radiador desesperadamente, pero al girar mi cabeza, observé que había desaparecido. Las luces empezaron a parpadear. Definitivamente, me había vuelto loca.

Una mano me tomó del brazo. Me sobresalté, pero no pude mover ni un sólo músculo. Estaba totalmente paralizada.

-A la gente le gusta jugar con fuego a pesar de que, normalmente, uno se acaba quemando. Pero tú vas más allá, ¿no es así? El frío produce una sensación muy parecida, pero más dolorosa. Yo que tú me quitaría de en medio. A veces uno no llega a morir del todo físicamente, pero su alma se congela.  

Mi brazo ardía, y me faltaba el aire. Mi respiración se aceleraba vertiginosamente. Sentía que me iba a desvanecer de un momento a otro. Cerré los ojos con fuerza.

-Keira, ¡por fin te encuentro! Venía a decirte que... ¿Keira, te encuentras bien?

Abrí los ojos. El anfitrión estaba delante de mí, observándome, atónito. Miré a mi alrededor. Estaba tirada, en el suelo. ¿Cuánto tiempo debía haber pasado?

-Sí, sí. Creo que me he mareado un poco.

-Es que como llevabas quince minutos sin aparecer, nos habíamos preocupado un poco. Voy a decirle a Gina que baje la calefacción. Esto parece una sauna. La mezcla del vino de la cena y este calor deben haberte mareado seguro. ¿Puedes levantarte?

-Creo que sí.

Me ayudó a incorporarme con cuidado.

-¡Madre mía, Keira! Estás helada... ¿Quieres sentarte un rato? ¿Te ves capaz de andar?

-De veras, Jay, estoy bien. Sólo ha sido un bajón. Pero necesito despejarme un poco. ¿Puedes llevarme al baño?

-Claro, ven, apóyate en mí.

Llegué por fin al baño y me mojé la frente y la nuca. Jay parecía asustado, pero yo me sentía mejor. Después de haber vuelto a la realidad, me preguntaba si lo que había vivido había sido realmente fruto del mareo.



-Estás muy pálida.

Me miré al espejo. Estaba tan blanca que parecía un cadáver.

-Necesito irme a casa.

Gina apareció preocupada.

-¡Keira! Tienes muy mala cara. ¿Qué ha pasado?

-Se ha mareado en el pasillo. -contestó Jay antes de que pudiera decir nada.

-Pero si es que hace un calor tremendo aquí. No sé qué pasa, en el resto de la casa se está bien. Debe haber algún problema con el radiador. Cuando he pasado, casi me quemo. Llamaremos a la compañía para que lo revisen. ¿Quieres un vaso de agua?

-No, gracias, estoy bien de verdad. Pero creo que iré tirando para casa. Necesito descansar.

-Yo te acompaño. No puedes irte sola en este estado. Te acerco en coche en un momento. -insistió Gina.

-Muchas gracias, pero prefiero ir sola. Me vendrá bien un poco de aire fresco, y sólo vivo a diez minutos de aquí.

Ambos insistieron varias veces, pero lo último que me apetecía era tener a alguien a mi alrededor. Quería dedicar el trayecto de casa a reflexionar sobre lo ocurrido. Parecía todo muy simple, pero no acababa de estar tranquila. Si aquello había sido una alucinación, había sido demasiado real.

Conseguí convencerlos para irme sola y me acompañaron al salón para despedirme de los demás. Algo en mí temblaba a cada paso que daba. ¿Iba a poderlo mirar a la cara? No entendía por qué, pero sentía que el pulso se me aceleraba sólo de pensar que me iba a tener que despedir de él también. Me sentía totalmente desprotegida.

Allí estaban todos, en el salón, tomando unas copas y riendo. Lo miré de reojo, pero todo parecía normal. La atmósfera no estaba cargada y aquello parecía ser una velada distendida. No existían percepciones extrañas. Ahora me resultaba hasta gracioso. Me había obsesionado gratuitamente.

Gina y Jay se encargaron de explicar lo que había sucedido por mí, y fui despidiéndome uno por uno, de todos los allí presentes. Estaba tranquila, e incluso en aquel momento, empezaba a tener ganas de quedarme un rato más. Pero sabía de sobras que era mejor marcharme y descansar. Me acerqué a él con prudencia. Era el único del que me faltaba despedirme.

- ¿Así que te has desmayado? Qué curioso.

Me detuve de pronto.

-Eso creo. Ha sido algo muy extraño. Supongo que tanto calor de golpe...

-Vaya. Bueno, haces bien en volverte. Lo mejor que puedes hacer es salir de aquí.

Sus palabras volvieron a parecerme siniestras. Intenté no darle importancia y me di media vuelta, en dirección a la puerta. De pronto noté un dolor en el brazo. Emití un pequeño grito.

-¡¿Estás bien?! -gritó Gina.

Me quité el abrigo y desabroché la americana. El alboroto general que provocó aquello, me asustó más todavía.

-¿Pero cómo te has hecho eso? -saltó Jay.- ¡Esa quemadura es enorme!

Aunque asustada, intenté quitarle importancia diciendo que había sido un pequeño contratiempo con el horno. Sólo necesitaba salir de una puñetera vez de aquel lugar. Después de prometer que me haría visitar por un médico, me dispuse a salir.

-Yo que tú iría con cuidado. -dijo una voz.



Me giré. Me estaba observando atentamente el brazo. Quería salir corriendo.

-No te preocupes, vivo muy cerca. Llegaré en nada. -dije apresurada.

-Me refiero al horno. No sea que vayas a quemarte... Otra vez.

***

miércoles, 14 de marzo de 2012

15º Amanecer


***

Una vez nos tomaron nota, giré automáticamente mi cabeza hacia la ventana, distrayéndome y evitando ser yo quien iniciara conversación alguna. Sabía que tarde o temprano debía volver a mirar a la persona que tenía en frente, iba a ser cuestión de minutos, o segundos tal vez, pero prefería alargarlo lo máximo posible. No estaba segura de que la niebla que observaba a través de los cristales fuera un fenómeno casual.

Fueron necesarios exactamente cincuenta y tres segundos para que el camarero volviera a la mesa con todo el pedido a punto. Dos cafés con leche humeaban ya en la mesa. "¡Maldita sea!", pensé, "Podrías haber tardado más, cabronazo." Sonreí del mejor modo que pude y, una vez se fue, mi expresión se tornó un tanto agria. Miré hacia adelante por fin. Me di cuenta de que él no había dejado de observarme en ningún instante.

-Vaya, ¿estás cansada? Tienes mala cara. Y, bueno, te noto algo ausente.

-No es nada. Es que tengo el día un poco... nublado. -dije con perspicacia.

-Ya veo, ¿estás como el día, eh? -sonrió.

"Será imbécil...". En aquel momento todo me hubiera parecido imbécil, o estúpido, o inapropiado. Me sentía como una carga de dinamita con una corta mecha, esperando a esa chispita de nada para saltar por los aires. Y arrastrar a todo aquel que estuviera a mi alrededor, obviamente.

-Pues resulta que hoy mi compañero de recepción estaba igual. ¿Sabes quién te digo? Pedro, ese que siempre...

"Ese que siempre esconde un paquete de cacahuetes bañados en chocolate debajo del mostrador y cuando la recepción está vacía, aprovecha, se agacha y lo vacía todo en su boca de una sentada", me repetía mentalmente. ¿Cuántas veces lo habría dicho ya? Y lo que es peor aún, ¿seguía pareciéndole gracioso y/o necesario contármelo? Aquello me estaba poniendo enferma. Y no podía hacer otra cosa que asentir y desconectar mis oídos para no soltarle una de esas frases tajantes que tanto odiaba.

- ...Y entonces le dije que como siguiera así, el jefe vendría algún día y lo echaría por tener esa cara delante de todos esos clientes que tenemos a diario. Yo no entiendo cómo puede ser que comiendo tanto chocolate esté siempre de mala ostia. Si dicen que el chocolate libera...

De veras, ¿tenía que darme todos esos detalles tan inútiles? Estaba segura de que un documental a su lado se merecía un óscar. Si seguía escuchando una palabra más, me iba a dar algo...

- ...La habitación 707, esa suite que tenemos en el último piso, pues no vas a creerte quién la ha reservado...

Giré radicalmente mi cabeza hacia la entrada, con la esperanza de que apareciera alguien interesante, o incluso conocido, alguien que pudiera salvarme de la misma situación que me iba persiguiendo día tras día durante dos años. Y es que con él no existía otra opción. Pese a que los primeros meses de la relación habían sido bonitos, poco a poco la rutina nos había invadido y, cabe decir que, aunque Aaron nunca había sido una persona de impulsos románticos o de instintos pasionales, ahora lo era aún menos. Y aquello me deprimía.

Nos limitábamos a vernos todas las tardes en aquel café dichoso, después de trabajar. Pedíamos siempre lo mismo, él me saludaba con un beso en la mejilla y nos sentábamos en la misma maldita mesa, en la cual teníamos las mismas conversaciones de cada día, en las que mayormente hablaba él, y se dedicaba a contarme todos y cada uno de los detalles de su jornada. Se habían acabado los abrazos. Los besos habían  caído en el olvido y las caricias... Hacía ya un tiempo que no recordaba algo más allá de una palmadita en la espalda.

En alguna ocasión le había comentado algo sobre esa "llama interior" que parecía estar suplicando para no morir ahogada entre tanta miseria. Pero Aaron se limitaba a decir que aquello iba por "temporadas", que ya se nos pasaría, que tanto trabajo y tantas cosas que hacer nos habían apagado un poco, pero que recuperaríamos el ritmo en nada. Cada vez que oía sus palabras, me entraba un ataque de nervios instantáneo, acompañado de unas ganas frenéticas de llorar y descomponerme allí mismo. Para mí, esas "temporadas" llevaban acompañándonos demasiado tiempo, y no recordaba ya lo que era sentir el corazón a punto de estallar por alguien, ni esas mariposas, ni si quiera esos brotes de romanticismo que me solían invadir habitualmente. Me preguntaba si llegué a sentir todo aquello alguna vez con él.

-...Pues resulta que el alcalde ha aparecido este medio día con aquella presentadora de cosméticos, esa rubia de... ¿Y no tiene vergüenza?...

Y de pronto, aparecieron. No tenía ni idea de quién eran, pero tampoco necesitaba saberlo. Eran mi excusa perfecta para evadirme un poco. Perseguí a la joven pareja con mi mirada hasta que hubieron hecho su pedido. Respiré hondo. Había ganado unos segundos de vida. Los seguí de nuevo hasta que tomaron asiento. "Gracias a Dios, ¡justo detrás de Aaron!", exclamé para mis adentros. Iba a tenerlos delante, de modo que podría fingir que estaba interesadamente escuchando, mientras que concentraría toda mi energía en aquella jovial pareja.

-Vaya, ¿los conoces? -me dijo acercándose con discreción.

-Ah, no, no. Pensaba que sí, pero ahora que están cerca, veo que me equivocaba. ¿Qué decías del alcalde? Menudo sinvergüenza está hecho.

-Ah, ¿que te has quedado ahí? Si ya te estaba contando la aventura que han tenido hoy las de la limpieza con las sábanas de la 502.

-Oh, sí, sí, perdona. Sigue con esas sábanas, sigue...

¿Pero qué clase de conversación era aquella? ¿De veras éramos una pareja? Quería morirme. Hubiera pagado porque alguien me matara en aquel mismo instante. Me hubiera importado bien poco que fuera una muerte lenta y dolorosa. Casi que prefería disfrutar de ello. Hasta que empezó todo.

Me fijé en la mesa donde estaban aquella pareja joven. Ella era morena y muy guapa. Y él tampoco se quedaba corto. Debían tener poco más de dieciséis años. Les acababan de traer uno de esos donuts bañado en chocolate y un batido de chocolate. Quizás no tenían dinero suficiente como para pedirse uno cada uno. Aquella imagen me pareció muy tierna.

Se hallaban uno al lado del otro, se miraban, se reían y se besaban de tanto en tanto. Él daba un mordisco al  donut y ella tomaba un trago del batido. luego volvían a mirarse y se besaban entre risas. Apenas decían nada, sólo reían, comían y se besaban. Él cogía entonces el donut y se lo acercaba lentamente, y en cuanto ella preparaba su boca, él lo apartaba y le robaba un beso. Era inevitable sonreír viendo tal espectáculo.

-Vaya, no imaginaba que el caso del ladrón te pareciera tan divertido.

-Pues sí, ese tipo de robos me parecen encantadores... -pensaba en voz alta.

-¿Pero qué dices? Si robó a la anciana mientras dormía en su habitación tranquilamente...

Desperté de mi sueño. Debía controlarme un poco más, aquello se me estaba yendo de las manos.

-Estás un poco extraña, ¿te encuentras bien de verdad?

-Sí, sí. Perdona. Es que se me mezclan cosas, tengo la cabeza un poco saturada.

-Tranquila. Como iba diciendo, el tío se lanzó sin piedad...

"Sí, sin piedad. Pero con tanta pasión...". Miré de nuevo. Ella ahora cogía el vaso y se lo ofrecía con cariño. Él la besó y le dio un trago. Sus labios quedaron cubiertos por el chocolate líquido, y la chica no dudó, besó aquellos labios impregnados de dulzura, hasta que ambos intercambiaron chocolate a diestro y siniestro. Reían y se besaban. Sus labios se entrelazaban de manera perfecta. Sus ojos cerrados los mantenían en aquel mundo perfecto en el que se hallaban. Volví a mi mundo. La perfección se desvaneció.

- Suerte que al final Toni pudo cogerlo a tiempo. Se ve que el tío llevaba días robando a varios de los huéspedes del hotel. Y, para colmo, también traficaba. Llevaba en su maleta varios kilos de chocolate.

Qué irónico. Malditas ironías. Aaron parecía estar riéndose de mí. Y yo no podía hacer otra cosa que sonreír y seguir aguantando aquella lata.

- Vaya, debió ponerse las botas, el tío.

-Sí, sí. Pero ahora se pondrá las botas en la cárcel. Va a pasarse allí una buena temporada.

"¿No pueden llevarme con él, por favor?", supliqué una y otra vez mientras Aaron seguía con su diario. Los chicos ya se habían terminado su merienda, y ahora se dedicaban a saciar aquel hambre famélico que sentían el uno por el otro. Recorriéndose con cómplices miradas, parecían hacer tiempo entre bocado y bocado. Y luego volvían a por más. Me sentí gris. No sabía si Aaron había sido alguna vez así, pero yo me veía reflejada en aquellos adolescentes. Pese a haber dejado la carga hormonal atrás hacía ya tiempo, había conservado aquella pasión natural a través de los años. Y me empezaba a dar cuenta de que estaba muriendo. Triste y desconsoladamente. Yo ya no era la que solía ser.

Levanté la vista de nuevo. Los chicos se levantaban y marchaban alegremente cogidos de la mano. Supe que era el momento apropiado. No podía dejar que aquello siguiera consumiéndome. No podía dejar que algo así muriera en mí. Tenía que haberle puesto fin mucho antes. Ni si quiera comprendía cómo había llegado hasta aquí.

-¿Desean algo más los señores? -interrumpió una voz.

-Sí, por favor. -contesté antes de que Aaron pudiera articular palabra. Lo miré unos instantes.

-¿Quieres algo más, cariño? -dijo él con cara de sorpresa.

-La verdad es que sí, Aaron. Esto no puede seguir así. Y voy a terminarlo de una vez por todas.

El camarero me miró perplejo. Lo miré con decisión.

-Pero primero... Tráigame un donut bombón y un batido de chocolate, por favor.

***

Este va a ser el último amanecer por un tiempo. Agradezco muchísimo vuestro apoyo y vuestros comentarios. Me animan a seguir escribiendo. Pero voy a seguir con otras cositas. Tengo ganas de continuarlos, pero antes, me apetece hacer una pausa y publicar todo aquello que me pase por la cabeza. Me he dado cuenta de que publicar una serie de textos es una gran tarea, así que retomaré energías poco a poco. 
Muchas gracias de nuevo. Os admiro a todas y cada unas de vosotras, muchas de las cuales, mantenéis capítulos y capítulos de historias fantásticas que me hacen volar. 
Y espero que no dejéis de hacerlo. Yo seguiré al pie del cañón. Leeros me da vida. 

jueves, 16 de febrero de 2012

14º Amanecer o Las ironías de la vida.


Por un amanecer diferente, cómico, fresco y renovado. Por esas ironías de la vida, que tan presente están en nuestros días.

***

John era un tipo normal y corriente. Vivía solo en su pequeño apartamento, tenía un trabajo que permitía pagarle los gastos y algún que otro capricho y hacía cosas normales. Se levantaba, iba a trabajar, comía por el camino, volvía a casa y luego entregaba su tiempo libre a la lectura. Devoraba libro tras libro durante las tardes, antes de irse a dormir. La verdad es que muy social no era, pero ya se sabe que tiene que haber de todo en este mundo.

Su madre iba de tanto en tanto para visitarlo. Igual tomaban un café por la tarde y charlaban. Ella le traía algo de comida que había preparado con amor, para que tuviera algo que lo hiciera sentir bien. Según ella, todo hombre necesitaba a una mujer a su lado para poder ser feliz. Y se apenaba sabiendo que su hijo seguía soltero desde que se había mudado, hacía ya cinco o seis años. Además, como toda madre, tenía la manía de criticarle aquellas pequeñas cosas que la sacaban de quicio y, lo cierto es que cuando empezaba, no podía parar. Sorbo tras sorbo, John iba consumiendo su café, lentamente, mientras su madre iniciaba su interminable  retahíla de "cosas que un hombre de su edad debería tener ya más que claras".

"Hijo, deberías cuidar más tu alimentación. Está bien que tengas platos preparados para media mañana, y que comas pasta y carne, pero deberías comer también verduras y pescado. Si tuvieras a una mujer a tu lado, ella te prepararía cosas ricas y nutritivas. Toda mujer sabe hacer esas cosas, es un don natural que nos viene de serie.", le decía. "Además, deberías cambiar ese sofá. ¿Cuántos años debe tener ya? Creo que, cuando lo compramos tu padre y yo, llevábamos diez años de casados. Debe tener por lo menos treinta años. Se suponía que iba a ser algo transitorio, ¿no? Ya has tenido tiempo suficiente de comprar uno nuevo. Ese viejo trasto debe ser únicamente madera ahora mismo. Debes coger unos dolores de espalda...", añadía. "Y tu cuarto es un caos. Eres un desordenado. La ropa por aquí, los zapatos por allá. Y todas esas notas en el escritorio. No entiendo cómo puedes tenerlo todo tan desorganizado y, sin embargo, esa estantería de libros que tienes en el salón es la perfección en orden y elegancia. ¿No podrías tenerlo todo igual? Si tuvieras una mujer a tu lado, ella se encargaría de que estuviera todo en su sitio. Toda mujer sabe hacer esas cosas, es un don natural que nos viene de serie.", repetía. Y así con una cosa, y con otra, hasta que John había tomado ya el cuarto café, esta vez descafeinado por salud, y la escuchaba atentamente sin articular otra cosa que no fueran monosílabos.

Lo cierto es que John era, como la mayoría de los jóvenes, algo desordenado y despistado. Tenía sus propias prioridades. Y entre ellas no existían el diferenciar un cajón para las sábanas blancas y otro para las de color. O colocar cuidadosamente la ropa sucia para lavar en cualquier lugar para que estuviera también ordenada. Ni si quiera se había planteado que en la mesita del café del salón no podían convivir un teléfono inalámbrico, un juego de tazas de café sin estrenar, varios de sus apuntes, un paquete de galletas a medio comer y alguna que otra figurita de dragones medio rota que ya no cabía en su escritorio. Para él, aquella mesita desprendía armonía por todos lados. Después de todo, no existía otra opción para colocar sus apuntes, dado que su escritorio y sus cajones ya estaban suficientemente llenos. Tampoco tenía hueco en la cocina para más tazas. Las galletas... Bueno, era un hecho circunstancial. Y en cuanto a los dragones, no podía permitir ponerlos en la mesita de noche. De hecho, ese había sido su lugar anteriormente, pero más de una vez, al intentar apagar el despertador, los había tirado al suelo sin querer. Y por eso se hallaban ahora reconstruidos con pegamento. Su madre le había insistido más de una vez para que tirara a aquellas "criaturas del demonio lisiadas", pero él se sentía en su deber de protegerlas, puesto que había sido él mismo el que las había "lisiado" y se sentía en deuda. Después de todo, le fascinaban los dragones desde chico.

Pero si había algo en lo que su madre tuviera razón, era en lo bien conservada que se encontraba la librería del salón. Como todo amante de la lectura, John tenía dispuesto todo volumen cuidadosamente en cada una de las baldas. Títulos, autores y colecciones podían diferenciarse claramente en aquel mueble, y es que su propietario tenía un gusto totalmente ecléctico y variado. Cientos y cientos de libros habitaban en armonía, uno tras otro, perfectamente colocados, esperando a volver a ser tomados en alguna ocasión. Era el pequeño tesoro de John. Y lo cuidaba con mimo y esmero. Perdía horas vaciando la estantería, limpiando con cariño su madera, quitando el polvo de aquellos tomos que hacía tiempo que no leía y añadiendo nuevos títulos, volviendo a dejar aquel expositor reluciente, conservando aquella perfección que tanto amaba.

Pasaron varios meses en los que su rutina siguió siendo la misma día tras día. Se levantaba, iba a trabajar, comía por el camino, volvía a casa y luego entregaba su tiempo libre a la lectura. Devoraba libro tras libro durante las tardes, antes de irse a dormir. Y de tanto en tanto, su madre seguía yendo a visitarlo. Pero, de pronto, John se volvió más ocupado, y empezaron las llamadas a casa de su madre, justificando de una manera u otra que la visita materna debía aplazarse para más adelante, puesto que se hallaba extremadamente ocupado. Incluso, había empezado a ser él el que pasaba a verla muy de tanto en tanto, puesto que era más cómodo para él acercarse cuando sabía que iba a tener un pequeño hueco. Y, aún así, las visitas nunca duraban más de una hora y el chico apenas decía palabra. Aquello empezó a preocupar a la madre, quién, a solas en casa, se preguntaba una y otra vez qué podía ser aquello que ocupara tanto a su hijo.

"Igual con la crisis lo hacen doblar. Sabiendo cómo está el país, aún podemos dar gracias de que no haya perdido el empleo. Pobrecito, debe estar agotado, todo el día echando horas en aquella empresa de las narices...", se decía. Y al cabo de unos minutos, le venía una nueva idea a la cabeza. "No, pero seguro que me lo hubiera dicho. No es nada malo, después de todo... Tiene que haber algo, otra cosa. ¡Ah, sí! ¡Seguro que se ha vuelto a juntar con aquellos amigotes suyos! Siempre llamándolo cuando estaba en casa estudiando para la carrera, seguro que han vuelto a contactar con él. Han pasado muchos años, lo habrán invitado a tomar algo para verlo de nuevo y ahora se habrá vuelto a reenganchar al grupo... ¡Ay, señor!", se decía la mujer ahora. "Pero de todos modos, hubiera comentado alguna cosa... Él sabe que siempre me han fastidiado esas compañías, pero nunca me ha mentido en cosas así. Entonces...". De pronto sus ojos se abrieron como platos y le entró un pinchazo en el estómago. Lo entendió todo. "¡Ahora lo entiendo! ¡Mi hijo es homosexual! Nunca ha salido con chicas, desde aquella primera novia que tuvo hace ya siete años, y siempre se ha juntado con aquella panda. Seguro que ha encontrado algún amor en aquel grupo y no quiere decírmelo. ¡Ay, qué disgusto! Siempre supe que John era algo distinto, pero no había sabido verlo... Si su padre levantara la cabeza...", concluyó.

Y así fue como la madre, atormentada, después de todos aquellos años, había entendido por fin lo que su hijo había sido, era y sería hasta el fin de los días. No pudo evitar sentir angustia, y deseo de interrogar a su hijo la próxima vez que viniera a casa. Había sido muy mala madre. Las madres siempre saben estas cosas, es un don natural que viene de serie. Y ella había fallado. Como madre, sentía el deber de corresponder a su hijo y, por lo menos, saber quién era el afortunado, y si él estaba feliz, después de todo.

No pasaron muchos días hasta que la madre sintió la necesidad de llamar a su hijo y, pedirle por favor, que viniera a casa, ya que hacía semanas que no había sabido de él. De pronto, y extrañamente, John insistió en que viniera a verlo a su apartamento de nuevo, como solía hacer antes, que tenía cosas emocionantes que contarle. A su madre le dio un vuelco al corazón. ¿Iba a presentarle a su hombre en cuestión? ¿Ya, sin antes haberla informado? ¿Se encontraría allí un café para... tres? Decidió que pese a todo, lo importante era ver a su hijo feliz, y que como madre, tenía el deber de aguantar sus emociones y saber priorizar las de su hijo por encima de todo. Y es que las madres tenían ese don natural que venía de serie.

Un domingo por la tarde, sonó el timbre del apartamento. Las cinco en punto. Horario inglés. "No puede ser otra que mamá", pensó John. Y se dispuso a responder rápidamente, con alegría, invitando a la mujer a pasar. Estaba dispuesto a sorprenderla, iba a conocer a un nuevo John que había estado desarrollándose durante aquellos últimos meses. Un John fresco, renovado, vivo. Su madre iba a quedarse de piedra, estaba seguro. No se imaginaba la cantidad de cosas que la esperaban una vez cruzara el umbral de la puerta.

-Hola hijo. -dijo temerosa la madre, asomando la cabeza por la puerta.

-¡Mamá! ¡Qué alegría verte! Ven, pasa, pasa, tengo tantas cosas nuevas que contarte. -dijo abrazándola.

La mujer, nerviosa, dio el primer paso adelante, observando atentamente un recibidor que no había visto antes. En vez de aquella mesita donde John tiraba las llaves justo al entrar y aquel cuadro de los chinos, tenía delante un mueble de madera de cerezo, decorado perfectamente con velas, una bandeja para las llaves y unas figuritas de elefantes (¡ella adoraba esas figuritas de elefantes!) y, encima se encontraba, perfectamente colocado un espejo enorme, con formas desiguales. Moderno, pero elegante. La mujer tragó saliva. Le dio la impresión de que aquella era la primera de las muchas novedades que iba a encontrarse...

-¿Has visto mamá? ¡El recibidor nuevo es precioso! -dijo eufórico.- ¿Te gusta?

-Sí, hijo, la verdad es que no me esperaba esto... Ya era hora de que cambiaras aquella vieja mesita, pero no imaginaba que fueras a hacerlo con tanto gusto.

-Pues espera, ¡esto es sólo la primera de las muchas novedades que vas a encontrarte!

La madre dio un pequeño bote.

-¿Estás bien? Sé que van a ser muchas cosas de golpe, pero he preferido que fuera así. Ya lo verás, ¡pasa!

La mujer asintió y accedieron al pasillo principal, pintado anteriormente de un color blanco roto, sin cuadros, sin fotos, sin nada. Sobriedad pura y dura. Ahora, sin embargo, la pared estaba pintada de color salmón, y de ella colgaban máscaras de Venecia de todos los tamaños y colores, divertidamente colocadas a lo largo del corredor. Los ojos de la madre parecían no tener órbita.

-¡Mira! Le da muchísima más vida al pasillo. Te entran ganas de seguir caminando sólo para ver qué máscara va a ser la siguiente en encontrarte, ¿eh?

La mujer no pudo evitarlo. Le vino la imagen a la mente. Color salmón, máscaras... Aquello le parecía demasiado. No era sino otro signo que confirmaba su teoría. Había visto desfiles gays por la televisión. A esos chicos les encantaban aquellas cosas. Se imaginaba ahora a su hijo con una de las máscaras más grandes colocada en su cara. La piel se le puso de gallina.

-¿Que no te gustan, mamá? Bueno, ya sé, ya sé. No parecen mucho de mi estilo, ¿eh? Lo sé, sorprende, pero es que Alex...

-¡¿¡¿Alex?!?!

-Todo a su tiempo, mamá. Ya te he dicho que hay muchas sorpresas por delante. Pero sigamos por el baño. ¡Te hará ilusión!

Tragó saliva, esta vez más fuerte, y respiró hondo. Cuando su hijo se dio la vuelta para seguir la ruta, ella apretó fuertemente el rosario que siempre llevaba consigo. "Que Dios nos coja confesados", pensó.

Entraron, pues, en el baño. Lo primero que pasó por sus ojos fue el botecito de porcelana donde se hallaban dos cepillos de dientes, uno verde y otro morado, cuidadosamente colocados en forma de cruz, con la pasta correspondiente detrás. "Morado...", se dijo a sí misma.

-He cambiado las cortinas del baño por fin. Sé que odiabas aquellas a rallas, pero, por suerte, me hice con unas de estas con bordaditos. Les he reforzado el bajo para que no salga nada de agua, pero siguen quedando igual de chulas.

"Chulas... Bordaditos...", repetía una y otra vez en su cabeza la mujer.

-Y, ¿has visto el espejo? me deshice de aquel armario-espejo tan cutre que tenía antes. Ahora le he dado más "glamour". Y, ¿recuerdas aquel bote lleno de maquinillas a medio usar y la pasta, y el cepillo y todas aquellas cosas?

"Glamour... Glamour... ¡Glamour!", retumbaba en sus oídos.

-Esto, sí... -contestó como pudo.

-Pues ya ves, ahora está todo en su sitio, en los cajoncitos. Y ya no uso una maquinilla nueva sin haber tirado la anterior. Como puedes ver, lo único que hay en la encimera es ese bote con los dos cepillos de dientes y esa figura de la bailarina de porcelana. ¡Has visto!

"Cajoncitos... ¡¿BAILARINA DE PORCELANA?!" ¿Cómo no se había fijado en tan importante detalle? Ahora sí que estaba todo dicho. No existía prueba con mayor consistencia que aquella.

-Sí, hijo sí...

-Vaya, pareces un poco apagada. ¿Va todo bien?

-Bueno, es que no imaginaba que... Bueno, tú ya sabes...

-Va, mamá, lo sé. Sé que te estás emocionando... Pues espera a ver el dormitorio.

De pronto, a la mujer le vino a la cabeza una escena horrible. Imaginó el cuarto pintado de color lavanda, con sábanas de satén rojas y negras y vaya Dios a saber qué clase de utensilios albergarían los cajones ahora. Y seguramente habría sustituido aquel viejo escritorio por un espejo enorme, colocado justo delante de la cama. Cerraba los ojos con fuerza, intentando quitar aquella estampa de su cabeza...

-Hijo, casi que prefiero pasar directamente al salón y que me expliques. No es necesario que vea el cuarto, preparemos un buen café, hijo.

-Vale, como quieras mamá. ¡La cocina también te gustará!

Se dirigieron a la cocina. El espacio que solía estar ocupado por cajas de platos preparados, había sido sustituido por un contenedor de reciclaje, que separaba la basura por materiales y se encontraba perfectamente cerrado, sin abarrotamiento alguno. En la encimera habían aparecido botes de cerámica con utensilios de madera. Los armarios estaban llenos de sartenes y ollas, ordenados por tamaño. La vajilla y los vasos eran nuevos y de colores. Había colocada una pequeña pizarra magnética en la pared, con Post-it. Aquello llamó su atención especialmente. Se podían leer notas como "Las rosas son rojas, las violetas, de color azul, el azúcar es dulce, tan dulce como tú." o "Te amo. No sólo por cómo eres, sino por cómo soy cuando estoy contigo." La madre estaba totalmente sobrecogida. ¿Desde cuándo su hijo se había vuelto tan romántico? John pareció leer su mente.

-Oh, sí, mamá. Perdona estas ñoñerías. Son cosas de Alex. Ya sabes, romanticismo en estado puro. Creo que me estoy volviendo un blandengue. Estas cosas empiezan a gustarme y me dedico a escribirle cositas a diario. Preparemos algo de café.

John sacó de un armario una cafetera, tamaño pequeño, para dos, de color rojo. Tomó entonces café de otro armario. Café arábigo molido de "Starbucks". Cargó la cafetera y encendió el fogón, colocándola encima. Sacó unas tacitas transparentes, con mango de acero y pequeños dibujos de fresas alrededor del recipiente. Su madre estaba sobrecogida. Aquello era demasiado. ¿Qué le habían hecho a su hijo?

-Sí, lo sé. Lo de las fresas es demasiado. Pero a Alex le encantan. Qué voy a decirle yo... Va, vayamos al salón de mientras que el café sube. Esta vez tengo que contarte tantas cosas yo, que creo que acabarás tomándote tú todo el café. Pero no te preocupes, mamá. Sigo conservando el descafeinado para estos casos, no vaya a ser que te suba la tensión.

-No hijo, no te preocupes. Si la tensión la debo tener ya por las nubes. Ahora me ponen un tensiómetro y me lo cargo.

-Va, va, no puedes estar así ya... Si esto no ha hecho más que empezar.

-Eso es lo que más me temo...

-Anda, siéntate en el sofá, mamá. Verás qué cómodo.

La estancia estaba totalmente renovada. El sofá antiguo había sido reemplazado por uno nuevo, biplaza, de color blanco, y otro había sido colocado de manera perpendicular, exactamente el mismo, para crear sensación de cuadrado. En medio, la mesa había sido adornada con un tapete de colores, y encima, un cenicero lleno de caramelos adornaba de manera simple, pero alegre, aquel pequeño mueble. Nada de apuntes, nada de dragones lisiados, ni juegos de café que nunca estrenaría. En frente del sofá, una nueva televisión ocupaba la pared. Pantalla plana. Y habían colocado un mueble bajo, con DVD y pequeños jarrones de cristal, llenos de piedrecitas. El mueble estaba perfectamente conectado con una vitrina vertical a cada lado, exponiendo pequeñas piezas de cristalería y una vajilla de colores, con un corte y una forma más elegantes, para fiestas. La madre se sentó en el sofá. Le temblaban las piernas. Y el habla...

-Va... Va... Vaya hijo... Es sorprendente. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde ha quedado todo ese caos que inundaba este apartamento? Esto parece el piso de unos recién casados con mucho gusto. Y dinero.

-No, mamá, no te pienses. La única inversión ha sido la televisión. El resto ha sido Ikea. Pero, claro... El hecho de que ahora hayan dos sueldos en esta casa, ha ayudado mucho. Aunque yo tenía mis ahorrillos también, ya sabes que nunca he sido de salir mucho.

-Dos sueldos, ¿eh? ¿Vas a explicarme de una vez por todas quién es Alex?

-Claro mamá. Alex es increíble, cambió mi vida por completo. Ahora soy otro... Resulta que hace algo más de medio año, Dani, Mark y el resto del grupo se pusieron en contacto conmigo, no sé si te acuerdas, el grupo de colegas que teníamos en la universidad. ¿Te suena?

"¡Ay, madre! Lo sabía..."

-Pues claro, cómo no voy a acordarme. Tú tan responsable, intentándote centrar en los estudios. Y aquel par de granujas y su grupo sacándote por ahí de picos pardos...

-Va, mamá, no es para tanto. A ellos les debo mucho. Fue gracias a ellos que conocí a Alex.

"Otra vez... Lo sabía, lo sabía y lo sabía. ¡Maldita sea! Cómo no pude hacer nada al respecto..."

-Bueno, lo que te iba comentando... Resulta que me llamaron y me invitaron a echar unas cervezas. La verdad es que al principio me mostré bastante reticente. Bueno, ya sabes, hacía cinco años que no los veía, yo ya había tomado mi camino, me había acostumbrado a mi vida solo en casa y no entraba en mis planes volver a las andadas.

-Gracias a Dios que tienes dos dedos de frente, hijo.

-Sí, sí. Pero, por otro lado, sentía ganas de verlos, de saber qué habían hecho durante todos estos años. De ver si habían cambiado o no, de saber a qué se dedicaban, dónde vivían, si habían empezado una familia. Bueno, así que finalmente me animé, y quedamos una tarde, después del trabajo, para juntarnos. Fue divertidísimo. ¿Recuerdas a Dani? ¿Aquel canalla sinvergüenza? Pues ahora es abogado. Y ejerce en un bufete en la ciudad. No es un gran abogado, claro, pero para acabar de empezar no está mal. Cobra un sueldo que triplica el mío. Pero, espera... ¡que viene lo mejor! ¡Tiene pareja! Dani emparejado... ¿Te lo puedes creer?

-¡Me dejas sin palabras, hijo!

-Sí, y la verdad es que Chris es muy buena persona. Agradable, amable, derrochando simpatía. En fin, se los ve muy bien juntos.

"¡¿Así que es culpa de Dani?! Ese chico no podía traer nada bueno..."

-Bueno, pero espera, que cuando sepas lo de Mark...

-No sé si quiero saberlo, hijo...

-¡Ay, mira! El café ya está, voy a por él.

La madre respiró hondo. Sentía que dijera lo que dijera, iba a ser completamente inútil. Veía a su hijo firme y decidido a contárselo todo. Optó por dejarlo hablar. Al fin y al cabo, prefería saberlo todo por boca de su hijo. ¿Cómo se sentiría si alguien por la calle le decía que lo había visto de la mano de un hombre? La imagen le provocó un nudo en el estómago. El chico apareció pronto con una bandeja con los colores del arco iris, conteniendo las dos tazas humeantes de café. El nudo empezaba a dejarla sin aire. ¿Arco iris? ¿De qué le sonaba aquello?

-Bueno, mamá. Pues eso, que Mark está aún más cambiado. Ahora trabaja en una consultoría y viste siempre de traje. ¿Recuerdas aquellos tejanos rotos que siempre llevaba? Se ve que los ha tirado todos. Ahora sólo tiene pantalones de pinza a rallas en sus armarios. Y tiene pareja. De hecho, se casó el año pasado con Tony. Y bueno, qué decirte de Tony... Fue quien me presentó a Alex. Una de esas noches que salimos a tomar una cerveza, Tony apareció con alguien más. Me imagino que pensó que era descortés que siempre fuéramos cinco y yo fuera el único soltero, así que decidió traer a Alex con nosotros. Por lo visto habían ido al mismo colegio, e incluso al instituto. Tenían una gran relación de amistad y se conocían bien, así que no dudó en proponerle que viniera.

-¡Vaya con Tony! Si que se preocupa por ti. -dijo con sarcasmo la madre.

-No seas así... Sé que tú llevas años diciéndome que me busque a alguien, pero todo a su debido tiempo, querida. La verdad es que Alex y yo congeniamos desde el primer momento y tuvimos muy claro que ambos sentíamos atracción por el otro. Pero necesitamos tiempo para conocernos mejor. Sé que te has visto algo perjudicada con ello, pero cuando conozcas a Alex verás que ha valido la pena...

-No sé, hijo... Tú lo has dicho, todo a su debido tiempo. No sé si estoy preparada, John.

-Ya lo sé, mamá. Por eso tengo esto. -sacó una foto de su cartera. - Así será más fácil cuando llegue el momento de la presentación.

La madre tomó la fotografía con miedo. Aparecían tres jóvenes sonriendo, un varón en el medio, alto y apuesto y dos chicas abrazándolos, también atractivas y estilizadas, todos rubios. La madre sonrió tímidamente. "Por lo menos el chico es guapo", pensó.

-¿Qué te parece?

-Bueno...

-¿Has visto ese pelo rubio? ¿Y esos ojazos? Me enamoraron desde el primer instante. No entendía como alguien como Alex podía estar sin pareja...

-La verdad es que el chico no está nada mal...

-¡Mamá, por favor, que tienes una edad! No me imaginaba que fueras a decir algo así.

-Bueno, yo, es que...

-No, no, tranquila. Ya hablaré con Alex para que te presente a su hermano. También es un tipo encantador... -contestó guiñándole un ojo.

La madre no salía de su asombro.

-Entonces Alex no es... No es...

-Mamá... No me digas que... Por un momento has pensado que...

-Bueno, tanto Alex, tanto Chris, tanto Tony... Yo es que... bueno, yo...

John estalló en risas. Las lágrimas empezaban a salir de sus ojos y la cara de su madre era digna de retratar.

-¡Mamá! Chris es Christina. Y Tony, bueno, Tony es Tony, pero es un bellezón de mujer, tanto por fuera como por dentro, pero créeme, no tiene nada de hombre.

-Hijo, es que me habías asustado. Tanto cambio en esta casa, tanto cambio en ti... Yo, no sabía qué pensar.

-Lo sé, mamá, lo sé. Alex ha cambiado mucho mi vida. Me ha hecho ser muy feliz en estos meses, tanto, que la invité a mudarse al apartamento y, como ves, ha hecho grandes cambios. Ahora esta casa parece un lugar hasta bonito.

-La verdad es que la mujer ha conseguido sacar lo mejor de ti y de este lugar. Por fin cambiaste el sofá, ordenaste tus cosas... Ahora todo quedará a juego con esa estantería. -dijo señalando a un hueco donde se hallaba un enorme ficus. Se asombró al contemplar esa nueva imagen. - Pero bueno, ¿dónde esta la estantería?

-No está.

-Ya lo veo, hijo, ¿pero qué has hecho con ella y con todos aquellos libros?

-Bueno mamá, la tiré. Y guardé los libros en cajas.

-¿Pero por qué? -exclamó la madre indignada.

-Porque, como bien sabrás, las mujeres sois únicas. Cocináis de muerte, sabéis tener mucho más cuidado con las cosas que nosotros y mantener cierto orden constante. Entendéis de decoración y conseguís hacer de un rincón horrendo un maravilloso espacio. Tenéis unos dones maravillosos, es cierto. Y vienen de serie, no hay duda. Pero también tenéis otros dones.

-No lo entiendo.

-Más allá de la cocina, más allá de la decoración, más allá de la armonía. Si existe don que las mujeres dominéis a la perfección es que cuando algo se os mete entre ceja y ceja, lo acabáis consiguiéndolo sí o sí. Da igual cuánto podamos oponernos. Al final, resultáis tan cabezonas, que es imposible deciros que no. Y, qué narices, aunque se os diga que no. Sois como superhéroes. Lográis todo aquello que os propongáis con nosotros.

-¿Y entonces? ¿Qué ha pasado con la estantería? ¿Ha comprado una nueva? ¿La habéis movido a la habitación?

-Bueno, no exactamente...

-¿Y bien?

-Mamá, es que Alex detesta la lectura...

***

Pido disculpas por mis excesos, pero ha salido todo tal cual y no he podido evitarlo. Os doy las gracias si habéis llegado hasta aquí, de verdad, tenéis valor.

Y como nota final, sólo por si acaso, decir que el texto tiene un tono puramente cómico. No es un manifiesto de mi opinión, ni mi ideología en ninguno de los comentarios. Sólo trato con un tópico en clave de  humor. Si he conseguido sacaros una sonrisa en algún momento, me doy por satisfecha. Mi última intención es ofender a nadie.

Muchísimas gracias.




viernes, 3 de febrero de 2012

13º Amanecer o el todo o nada.



Este es un amanecer confuso, nostálgico. De esos en los que no parece verse el sol, pero tampoco existe nube alguna que pueda esconder tanta energía...

***

Recuerdo aquellos momentos. Pequeños fragmentos de vitalidad que iban surgiendo a lo largo del día con un impulso increíble. Ahora que lo pienso, parecían una especie de "Todo o nada". Pero en aquel entonces eran de lo más normal que podía acontecer.

Haciendo memoria, veo a esa quinceañera desaliñada. Una contradicción andante, que llevaba la rebeldía por bandera y el sentido común en su corazón. Una mente caótica, explosiva, impulsiva, efervescente. A plena ebullición las veinticuatro horas. Y, al mismo tiempo, con la seguridad y la firmeza de una caja fuerte. Caja fuerte que escondía todo un mundo secreto al que pocos pudieron tener acceso, al fin y al cabo.

Los días se nutrían de risas, aventuras y sueños. Y música. La música ocupaba un 99% de sus momentos. Todo tenía un elemento de conexión con ella. Todo parecía ser una partición de ella. En definitiva, todo nacía y moría en ella.

De ahí surgieron las primeras explosiones. Y las obsesiones, claro. Y también las discusiones, y las mentiras. Pero también lo hicieron los besos y los abrazos. Fue un todo o nada.

Pero qué simple era todo en aquel momento...

Recuerdo que la satisfacción se hallaba en un CD de AC/DC. O de Metallica. O de Iron Maiden. O Barón Rojo. El ritual consistía en juntarse los tres, o los cuatro, o los cinco. Introducir el CD en el reproductor y esperar a que se iniciaran las primeras notas. El resto venía sólo. Cómo la heroína que acaba de ser inyectada. Y entonces se alcanzaba el nirvana. Pero sin drogas. Por aquel entonces, no se necesitaban drogas para nada. No existían en nuestro universo.

Las preocupaciones se centraban en elegir el banco perfecto del parque para sentarnos y charlar. O saltar como monos. O cualquier otra gilipollez que rondara por nuestra cabeza. A veces, hasta nos cuestionábamos si cenar en un restaurante de comida rápida para alargar las veladas. E incluso habíamos llegado a votar si ir a la gran ciudad o pasar la tarde en el pueblo, en el parque de siempre, hasta que la noche caía.

En cuanto a mí... Bueno, yo tenía otras preocupaciones particulares, pero nada que rallara lo imposible. Aunque en aquel momento lo pareciera. 

Pasaba horas preguntándome cómo serían esos primeros besos y abrazos. Cómo sería sentirse esa persona especial. Y cuándo llegaría. Y cómo reaccionaría yo. Más allá de cuestionarme si aprobaría o no los exámenes, o si tendría una media adecuada, que también, lo que realmente me preocupaba y me quitaba el sueño, era esa primera vez en la que fuera a enamorarme. Lo imaginaba y reimaginaba una y otra vez. Y me quitaba el aliento. Conseguía sacarme las lágrimas, cual punzada en el estómago, y al mismo tiempo, me inundaba de histeria y felicidad. Era un todo o nada.

Recuerdo mi primer sueño. De esos de verdad, esos que te acompañan el resto de los días. Quería tocar la guitarra. Quería ser una Angus Young, una Jimmy Page, una Zakk Wylde. Quería tener una banda que sonara como los KISS, como Alice Cooper o Guns'n'Roses. Y, cuando por navidades mis padres me regalaron la primera guitarra eléctrica, no cupe en mí del gozo. 

En seguida supe que debía ponerle un nombre y, el mismo día que la tuve en casa, sentí una necesidad curiosa de dormir con ella. Y despertar a su lado fue como despertar con esa persona tan especial que tanto añoraba.

Y esas pequeñas obsesiones. El color negro se convirtió en mi emblema. El pelo largo en un fetiche. Y el cuero en el anhelo de una segunda piel. El futuro se volvió borroso y no llegué a distinguir si mi adoración era para las letras o los números. Ni si quiera si iba a haber futuro. Pero no me importaba, tenía cosas más importantes en las que centrarme. Como el primer concierto.

Me sentía como en una obra de teatro. Mi crisis consistía en decidir qué papel debía interpretar. Si debía ser la fan histérica o aquella que escucha atentamente analizando cada uno de los compases de las canciones. Si debía saltar a cada segundo de la canción o era mejor apoyar mi mano desenfadadamente sobre la cadera. Darlo todo o nada.

Y recuerdo que la máxima satisfacción de mis días estaba en ese vínculo, en esa cohesión que habíamos logrado entre esos pocos. En sentirse parte de un todo perfecto. En aquel grupo no existían los miedos. Éramos los chicos del rock, y estábamos hechos de acero. Éramos puramente invencibles ante cualquier adversidad. Todo era fácil en aquel rinconcito de nuestro mundo. Todo era posible.

La vida era perfecta de aquel modo. Era tenerlo todo sin tener absolutamente nada. Pero aquellos chiquillos eran felices y no necesitaban más que un buen lugar donde conversar, un buen tema que escuchar y algún que otro sueño sobre un futuro idílico que nos aguardaba a la vuelta de la esquina. 

Los subidones de energía estaban presentes constantemente. Cualquier excusa era buena para soltarla. Y ese instinto que se adueñaba de nosotros a todas horas, hiciéramos lo que hiciéramos. No necesitábamos deportes de aventura. Nuestras propias aventuras eran nuestro mayor deporte. No disponíamos apenas de dinero, pero nuestro tesoro era disponer los unos de los otros. No existía nada que no pudiera dárnoslo todo. Nada.

Los días eran simples. Sencillos y llenos. Llenos de risas y Rock del bueno. Nada de mierdas actuales. Música pura de la de antaño. Los 60, 70 y 80 eran nuestros números. Y el 666. 

Judas Priest, Manowar, Rosendo,The Who, WASP... Todos ellos eran nuestros dioses. Y la música nuestra religión. Y nosotros fieles creyentes, con fe ciega, entregando cuerpo y alma a todo aquello.
Nuestra biblia eran todas aquellas letras que se perdían en los álbumes de nuestra colección. Y los posters y las banderas eran nuestros santuarios. 

Pero no todo era perfecto, por supuesto. Existía algo prohibido. Algo místico que rompía toda la armonía y conseguía confrontarnos a unos y a otros. Algo que conseguía sacar nuestro lado más cruel y dañino. Algo que tornaba el todo en nada. Y ese algo tenía nombre, claro que sí: Black Sabbath.

Sigo sin entender bien por qué, pero Black Sabbath sembraba el caos entre nosotros. Era ese único punto de inflexión que conseguía separar todo lo que nos unía. 

Y es que decidir si Black Sabbath era mejor con Ozzy o con DIO era todo un juicio digno de ser presenciado. Era la lucha a vida o muerte de nuestras vidas. Y no existía manera en la que se pudiese salir de todo aquello que no fuera a golpes verbales e incluso físicos. Era puro instinto de supervivencia. Era nuestra máxima. Nuestro todo. Y acabó siendo nuestro nada también...

Imagino que debimos tener decenas de batallas cuerpo a cuerpo y mente a mente sobre aquel tópico. Dejamos de hablarnos y volvimos a hacerlo millones de veces. Dejamos de vernos otras tantas. Y de mirarnos a la cara. Aquel que se hallaba en la oposición era el peor enemigo que pudiera existir sobre la tierra, y nuestro objetivo era aniquilarlo.

Supongo que en aquel instante era el todo de la nada. Pero, seamos sinceros, de algo teníamos que morir, ¿no?

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Creo que esta es la actualización que menos sentido tiene. Pero no sé por qué, sentía que debía escribir.

Gracias a V, G, e I porque, aunque no lo saben, no sólo han inspirado estas líneas, sino que formaron parte de algo mucho más grande de lo que aquí se alberga.

Y gracias a todos vosotras/os, que sois las/los que me animáis a seguir escribiendo, aunque salgan cosas tan extrañas como los amaneceres.