viernes, 7 de septiembre de 2012

21º Amanecer. "El Manifiesto".

¿Sabes? Existe cantidad de gente que ha perdido el brillo en sus ojos. En todos lados, a todas horas. Han dejado de sonreír. O, peor aún, su sonrisa transmite únicamente amargura.

Las calles están llenas de cadáveres, de sombras grises vagando entre la masa. De sonámbulos con ojos abiertos, que operan sin libre albedrío, moviéndose a través de las horas de nuestros días. De seres que se levantan por la mañana y se acuestan por la noche. Y eso es todo. O a veces ni eso.

Gente que ha olvidado el significado de la palabra "ilusión". Que desconoce el poder de un sueño, la importancia de los pequeños detalles, la magia del mero hecho que es existir.

Todos y cada uno de nosotros somos obligados a abandonar el espíritu de ese niño que llevamos dentro, a medida que se forjan nuestros días y nuestros años. Todos somos obligados a vivir. Porque vivir es una responsabilidad. Y lo creemos a pies juntillas. Y saltamos al abismo sin dudarlo.

Nos ciegan. Nos dejamos cegar. Drogamos a esa fiera interior, esa que de pequeños sacaba los berridos más estridentes cuando algo no salía bien. La drogamos. Y así, vivimos anestesiados. Dejando pasar un día tras otro. Levantándonos y preguntándonos qué cojones hay ahí que nos haga levantarnos. Por qué deberíamos hacerlo.

Nos dejamos llevar. No sólo no vivimos nuestra vida. Acabamos intentando vivir vidas de otros. Porque alguien decidió meternos en la cabeza que es lo que ha de ser. Que es lo correcto. El modo correcto de vivir. Y dejamos de cuestionar. Y, peor aún, dejamos de cuestionarnos. Borramos nuestros valores y nuestros ideales, si es que alguna vez los llegamos a tener, y seguimos consumiendo droga. Al principio sólo un poco. Y luego, deseando morir de la sobredosis de la abundancia.

Y, si en algún momento, hay un pequeño cortocircuito, y despertamos del letargo, se encargan de hacernos saber que podemos calmar esa ansiedad y esa impotencia con más droga. Acudimos a centros de ocio y compras. Esos son los pozos del olvido. El nuevo Edén. Ahí, uno puede encontrar todo lo que necesita. Y ser feliz. Y todos seguimos inyectándonos más dosis, aunque nuestras venas estén quedando deshechas.

La vida es para trabajar. Producir. Consumir. Y los vacíos que puedan existir, siguen llenándose con materia. La vida es materia. La energía la ponemos nosotros.

Y yo sigo viendo más y más cadáveres. Incluso, a veces, si se acercan demasiado, tengo la sensación de que algo pequeño muere en mí.

Es irónico que exista el miedo a la muerte. Muchos de nosotros ya estamos muertos en vida. Y no sentimos ningún miedo, ni dolor. Ni si quiera lo percibimos. Nos suicidamos. Decidimos perder nuestra vida. ¿A cambio de qué?

Naces y vives solo. Nadie recuerda tu nombre cuando ya no estás físicamente aquí. A veces ni si quiera lo hacen cuando estás. Te hacen creer que necesitas ser parte de algo para poder funcionar, cuando lo único que realmente necesitas es unir todas las partes de tu propio ser y hacerlas funcionar. El resto es la guinda del pastel.

Dicen que el dinero mueve masas. Y te tatúan ese principio en el cerebro desde que naces. Dicen que el éxito es disponer de todo aquello agradable, deseable. Y te dan el listado. Y tú lo sigues a rajatabla, como si de la lista de la compra esencial se tratara. Pasas tu vida en el súper, comprando sueños y satisfacciones.

Nos pasamos la vida llenando nuestro alrededor. Mientras nuestro interior se halla vacío. Nos sentimos solos rodeados de gente. Nos sentimos solos en nuestro propio cuerpo. Y acudimos al señor televisor. O al señor ordenador. O a otra serie de señores y señoras que, lejos de ayudarnos a encontrar las respuestas, nos dejan con más preguntas inútiles en nuestra cabeza.

Olvidamos el significado de disfrutar. Porque acabamos por no saber hacerlo. Sólo queremos más. Más de todo, sea lo que sea. Y luego, una vez conseguimos tenerlo, no sentimos absolutamente nada.

Y nuestro propósito en la vida queda enterrado.

¿Recuerdas cuando eras niño y tenías muy claro que ibas a ser policía, o bombero, o profesor, o médico? Y luego creciste y supiste que en realidad lo que te gustaba igual tenía poco que ver con ello, pero habías encontrado un nuevo sueño. ¿Y ahora? ¿Dónde estás ahora?

¿Lo abandonaste una vez encontraste un trabajo que te proporcionaba lo suficiente como para vivir lo que entonces considerabas una vida plena? ¿Y dónde queda ahora esa plenitud?

Todos los seres humanos erramos. Nos hacen creer que equivocarse es un crimen. Tenemos que ser perfectos. Tenemos que ser el canon. Porque es lo que debe ser. No existen segundas oportunidades. Nunca podrás llegar a ser lo que quieres ser. Porque ni si quiera recuerdas qué era eso.

Pero, sin embargo, ni si quiera eres capaz de llegar a ser lo que debes ser. Lo que se supone que es lo que has de ser. Ni si quiera te permiten llegar a eso, ni convertirlo en tu sueño. Siempre eres demasiado joven, demasiado viejo, demasiado alto, demasiado bajo, demasiado gordo, demasiado delgado, demasiado fuerte, demasiado débil, demasiado inexperto, demasiado competente.

Hacen que la vida sea una de esas máquinas recreativas en las que, por más que lo intentes, por más que calcules bien los pasos y por más que te prepares, siempre acabas quedando demasiado lejos del objetivo. Nunca te llevas el premio. E inviertes todo tu esfuerzo, todo tu dinero. Y nada se mueve. Ni masas ni ostias.

Y si por una de estas, vuelves a despertar del letargo, con energía y determinación, y deseas salir de esta enfermedad, estás fuera. Estás solo. Pero es totalmente irónico, si te lo paras a pensar. Estabas solo de todos modos. Dentro o fuera. Así que... Qué más te da.

Nos hacen sentir que necesitamos la aprobación. De nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestros jefes, de nuestra querida masa. Y nuestra propia aprobación queda siempre en un segundo plano. O en un tercero. O en el fondo de la nada.

Y así es como, millones y millones de sombras grises siguen vagando por las calles. Igual disponen de una casa con jardín, piscina y perro. Igual tienen un trabajo envidiable y cobran cinco mil euros al mes. Igual tienen dos coches, un chalet en la sierra y todo el equipamiento necesario para disfrutar. Igual, hasta han construido una familia. Y quizás eso es lo más precioso que han podido hacer jamás. Y sin embargo, siguen vagando, grises, tristes. Vacíos. Levantándose, yendo hacia un lugar que, en el fondo, odian. Gastando todas sus horas y su energía en hacer algo en lo que no creen. Volviendo a casa en un flamante Mercedes, conduciéndolo a desgana, con ganas de llegar a la guarida y esconderse. Evitando todo contacto con el mundo, con su mundo. Huyendo de sus esposas, sus maridos, sus hijos. Huyendo de sus amigos. Huyendo de sus padres. Huyendo de sí mismos. Y llegan los fines de semana. Y los niños quieren saber quién es su progenitor. Y el progenitor sólo piensa en meterse en su chalet de la sierra y olvidarse de su trabajo, de su existencia, de sí mismo.

Igual no disponen de casa con jardín y perro. Igual no tienen coche, ni han construido una familia. Igual no llegan ni a los treinta años. O ni si quiera a los veinte. Son sólo personas de a pié, a las que una vez su sueño fue negado. Y se pasan el día yendo a la universidad, o a la escuela, o al trabajo. Y vuelven a sus casas y el proceso es el mismo. Huyen. Desean desaparecer. A veces se quejan del mundo. A veces se quejan de la existencia y de la realidad. Y luego, una vez hecha la queja, vuelven a su agujero. A hibernar.

Es irónico que sintamos miedo. Miedo al fracaso. A no llegar al canon. A sufrir. Miedo a no recibir aprobaciones y cariño. Y sobre todo, miedo a morir. Miedo a caer enfermos y morir. Oímos la palabra cáncer o SIDA y se nos estremece el cuerpo. Vemos la muerte. Y temblamos. Pero esas enfermedades no matan. La única enfermedad que mata es la indiferencia, la pasividad, la sumisión. La rendición.

Y se propaga a la velocidad de la luz. Y todos somos extremadamente vulnerables al contagio.

Yo me niego.

_____________________________________________________________________

Recuerdo estos días de verano. Los recordaré siempre.

Vender entradas en una piscina de verano no es el trabajo de mi vida. Pero me ha enseñado algo muy valioso: tasar esos pequeños detalles cotidianos con el valor que realmente merecen.

Este verano cobré unos setecientos y pico euros al mes. Pero me hice rica.

Obtuve algo mucho más grande y valioso que todo aquello que se supone que hemos de alcanzar al final de nuestros días. Y en un sólo verano. Si consigo seguir trabajando en las pequeñas cosas cotidianas de mi vida, a este ritmo, cuando muera, sea cuando sea, me van a incinerar multimillonaria.

No todo fueron glorias. También hubo momentos duros, como en todo trabajo. Pero, en esos días en los que deseaba no haberme levantado, en esos días en que todas esas pequeñas partes en mí no encajaban, aparecía él.

Lo veía bajar corriendo la rampa, casi a punto de tropezar en cualquier paso. Apenas había salido del cochecito. Debía tener dos años. Pero se le veía aún prematuro para mantener demasiados pasos juntos. Él iba a su ritmo. Su padre lo seguía atrás, sujetando el cochecito con una mano y media. Digo y media porque el chico, que apenas pasaría los treinta años, carecía del antebrazo derecho. Y a continuación del codo, tenía un pequeño muñón que le llegaba a la altura del cochecito, rozando con algo de esfuerzo, su manillar.

El chiquillo entraba loco, feliz, eufórico, porque iba a la piscina. Y saludaba sonriendo. Le brillaban los ojos. Se acercaba al mostrador y me soltaba un dulce: "¡Hola!". Esperaba al padre con ilusión, deseando que se apresurara lo máximo posible. Y ahí entraba, al cabo de pocos segundos, el buen hombre, con el cochecito a medio sujetar. Sonreía, saludaba, compraba su entrada, deseaba un buen día, y junto al pequeño, se dirigía con ilusión hacia la piscina.

Un día, después de la carrera, se acercó al mostrador mientras bajaba su padre. Saludó y se me quedó mirando. Yo le sonreía y cuando estaba a punto de decirle alguna tontería para hacerlo reír, se acercó el padre. Me sonrió. "Va, pregúntaselo.", le dijo. Entonces el niño, con algo de timidez, me preguntó: ¿Cómo te llamas?

Yo me quedé tan atónita que al principio no supe qué contestar. Aquel niño quería saber cómo me llamaba. En todos los meses que había estado ahí, nadie me había preguntado mi nombre. Excepto para reclamaciones, claro. Y ahí estaba aquel bicho, deseoso de saber mi nombre.

Le pude responder por fin. "Me llamo Sara". El niño abrió los ojos contento.

El padre compró la entrada y entonces, me dijo que el chiquillo sentía una ilusión enorme por saber mi nombre. Me quedé sin respiración y no supe qué contestar. Intenté preguntarle el nombre al niño. Pero todavía no articulaba del todo bien las palabras y yo me hallaba demasiado emocionada como para comprender algo. No pude entenderlo. Y una vez se marcharon, me sentí imbécil.

Aquello fue peor que el suspenso de matemáticas con un 4.95 que tuve en cuarto de la ESO. También fue peor que el momento en el que se deshicieron de mí, con disimulo, de la academia en la que estuve trabajando unos meses. Fue mucho peor que el momento en el que esa persona, con la que creía estar empezando una relación llena de ilusiones y proyectos, me dejó, de la noche a la mañana. Fue increíblemente peor que el momento en el que aquella persona a la que llamaba "amigo" me hizo el vacío y dejó de querer saber nada de mí. Fue peor que saber que no voy a poderme pagar el conservatorio este año y voy a tener que dejar mis estudios oficiales de guitarra. Fue mucho, mucho, peor.

Pasé los días siguientes esperándolo, con vergüenza a volverle a preguntar el nombre. Deseando que, en algún momento, alguien dijera su nombre y yo pudiera entenderlo. Y así poderle saludar del mismo modo que él hacía conmigo.

La escena se repetía día tras día. El niño bajaba corriendo la rampa, entraba sonriente, ilusionado, con brillo en los ojos, y me decía con su voz dulce y aguda:

"¡Hola Sara!"

Y bajaba el padre, con el cochecito, a los pocos segundos. Pagaba su entrada, me sonreía, me deseaba un buen día y se iba con el pequeño, cruzando el pasillo hasta los vestuarios. Y allí me quedaba yo, con el corazón en el pecho, sin una palabra que saliera de mi boca, sintiéndome más y más imbécil.

Hasta que un día, al salir de la piscina, el niño salió corriendo y vino a decirme adiós, sonriendo. Lo hacía igualmente todos los días, pero aquel en concreto, venía con más familiares. Y alguien dijo las palabras mágicas.

"¡No corras, Ignasi!"

Y yo sentí que me daba un vuelco al corazón. Por fin conocía el nombre del niño.

"¡Adiós, Sara!"

La misma persona que le había pedido que no corriera, entonces dijo con dulzura:

"En casa, todos sabemos ya que te llamas Sara. Ignasi no para de repetirlo."

Y tuve que contener las lágrimas, del mismo modo que hago ahora, para no soltar toda la emoción que guardaba en mis adentros. Sonreí como pude, entre escalofrío y escalofrío. Me armé de valor y dije:

"Adiós Ignasi, hasta mañana."

Y el crío, subió la rampa, mirando a cada segundo al mostrador, repitiendo como loco un "¡Adiós, Sara!" a cada paso que daba, obteniendo mi correspondiente "¡Adiós, Ignasi" como respuesta a cada uno de ellos. Hasta que perdió de vista el mostrador. Y yo lo perdí de vista en la rampa.

Esto se repitió todos y cada uno de los días hasta que, unos días antes de que la temporada terminara, el padre y el crío, dejaron de venir. Y yo hubiera deseado darle el último "hasta mañana". O "hasta pronto". Porque sea como fuere, ese niño no se ha ido. Por lo menos, de mi corazón.

***

Y esta mañana me he despertado. Y he empezado a notar los primeros síntomas. Mi cuerpo se negaba a levantarse de la cama. Mi cabeza amanecía nublada y no sentía fuerzas para levantarme y hacer algo. No sabía qué debía hacer. Qué se suponía que iba a hacer para que tuviera sentido levantarse. 

Finalmente, he conseguido levantarme e ir al baño. He vuelto al instante a la cama, mirando el reloj pasar.

Y de pronto, lo he oído. Alguien lo ha gritado. 

"¡Hola, Sara!"

Y he abierto los ojos. Ignasi estaba ahí, al pie de la cama, sonriendo, mirándome con ilusión, con esos ojos brillando, rezumando vida. 

Algo ha hecho click en mí entonces. Una especie de espasmo que me ha hecho levantarme. Dar un puto bote de la cama. Como una campeona. Y le he respondido, sonriendo: "¡¡Hola, Ignasi!!"

Y nada ha cambiado en mi vida. Sigo teniendo unos pocos euros en la cuenta. Sigo sin trabajo, esperando el comienzo de las clases. Si es que llega. Pero me he vuelto a sentir rica. Y con ganas de sonreír. Hoy he vencido a la enfermedad.

Y sé que volverá a por mí. Volverá a por todos nosotros. 

Pero cada vez que lo haga, sonreiré a Ignasi. Lo saludaré con cariño y empezaré mi día, conservando su sonrisa y su brillo en mi interior. Los haré míos. 

No pienso ceder. No pienso caer. 

No.

Yo me niego.


2 comentarios:

  1. Hija de tu madre... Me he puesto a llorar en el pequeño relato que has contado al final... ¡SOY MUY SENSIBLE CON ESTO! XDDDD T_T

    La primera parte de la entrada, solo me queda decir "amén". A veces parece que somos marionetas controladas por la sociedad y a veces por el sistema. Al principio nos obligan a tomarnos esa droga y luego nos enganchamos de por vida. Y quien no se drogue, es diferente y raro...

    ¡Adiós Ignasi! T_T Hay pequeñas cosas de la vida que te hacen levantarte de la cama cada mañana. Yo también me hubiera sentido mal no saber el nombre del niño cuando cada día lo recitaba en su casa, y cuando he leído su nombre me he sentido muy bien. Me encanta, en serio, ha estado de p madre XDDDD He llorado mucho T_T No es para llorar, pero no sé que has hecho que tengo que llorar JAJAJA

    ¡¡UN BESAZO MUY FUERTE!! :D

    ResponderEliminar
  2. Pues Sara hija, no sé qué decirte... De verdad que no sé qué decir ante todo lo que has escrito y cómo me has hecho sentir al final del texto. Me he quedado con una sonrisa en la cara, pero con una inquietud en el corazón. Sólo tú podrías hacer que sintiese tanta contradicción dentro de mí y que lo califique como algo realmente bueno.

    Con el primer texto he sentido bastante amargura, porque, por no parecer hipócrita, todo el mundo hace eso. Se esconde de enfermedades mortales, se limita a seguir la línea discontinúa de lo que llamamos éxito y cuando no se tiene el suficiente dinero, todos somos unos desgraciados. Yo no tengo dinero y creo que no soy una desgraciada. Mi padre murió de cáncer, poco después mi abuelo... Y gracias a eso no le tengo miedo, ya no, pero mantengo una vida sana.

    El segundo texto si que me ha dejado con la boca abierta. Ese pequeño niño te devolvió la ilusión de seguir hacía delante tal y como hacía él cada día, pues que así sea. A mí me ocurrió algo parecido, pero al revés. En vez de ser un niño, eran ancianos. Una pareja que bajaba del bus, no tendrían menos de 70 años, y al llegar a la acera se dieron la mano y lentamente comenzaron a caminar. Yo eso lo vi como felicidad, algo que me gustaría tener algún día... Una ilusión para no ser un cadáver gris :)

    Realmente precioso. Me has emocionado.
    Un besito ^^

    ResponderEliminar