lunes, 17 de septiembre de 2012

22º Amanecer. "La meta".


Cuando hay tantas cosas que no encajan, tantas cosas que no tienen sentido alguno, y sin embargo, suceden igualmente, cuando hay tantas sensaciones extrañas, de esas que penetran en el cuerpo, la mente y el alma y contaminan todo el ser, cuando mire donde mire, sólo parece haber gris y todo gira en espirales...

En esos momentos en los que no alcanzo a comprender qué está sucediendo y me siento ajena a todos y a todo. En esos momentos en los que aparecen oquedades en las entrañas y el tiempo no parece querer detenerse de su frenesí. En esos momentos en los que vuelve Emily y su poema Pain has an element of blank...

Mientras sólo suena Rocky Votolato o los Red Hot...

Entonces recuerdo ese momento.

Llovía. Fumaba un cigarro tras otro. La noche era oscura y hacía frío. Y estaba sola. Echaba de menos, pero de un modo que nunca había experimentado antes. Me sentía en paz. Sin saber cómo. Había dejado la melancolía atrás y las ideas fluían con rapidez y efervescencia. No lo dudé. Tomé una de las postales de la mochila y el bolígrafo. Y empecé a escribir...

Hacía tanto que no escribía... Y no entendía por qué, pero ni si quiera tenía tiempo a cuestionarlo. Las palabras se plasmaban una tras otra, con intensidad, en aquella postal. Pronto necesité otra. Encendí un cigarro y seguí escribiendo. ¿Qué narices se activó en mí aquella noche?

Una vez acabé de escribir el último rincón de la parte derecha inferior de la segunda postal, paré. En seco. Tenía la primera canción que había compuesto en mucho tiempo. Quizás tres años. Miraba sorprendida los garabatos. Había tardado tres malditos años en sacar algo así. De hecho, no recuerdo haber escrito algo con tanta fluidez en mi vida. Pero ahí estaba, en mis manos.

Pasaron un par de horas antes de que alguien llegara. Reconozco que hubo un momento en el que el frío me invadió y empecé a sentirme extraña. Pero pronto aquello pasó. Todo pasa.

Olvidé unos días aquella letra. La mantenía bien colocada en el atril, con la parte escrita mirando hacia mí. Por aquello de que nunca se sabe. Un día, sentí unas ganas increíbles de tocar y me senté al borde de la cama, mirando aquellas postales. Pronto recuperé una pequeña melodía que tenía guardada desde hacía años. Estaba virgen aún, como si, por alguna extraña razón, no hubiera existido letra suficientemente buena para usarla. Como si yo, inconscientemente, estuviera esperando al momento apropiado.

Aquel era el momento apropiado. Lo digo porque, sin saber cómo, en menos de media hora la tenía toda ligada y grabada. O, por lo menos, un primer proyecto. Decidí enviársela a Laura sin dudarlo. Estaba completamente segura. Como no lo había estado nunca antes. Supe que debía enviársela y hacer que ella la cantara. Tenía el presentimiento de que aquello que había enviado, pronto se convertiría en algo grande. Yo me sentía grande.

Laura tardó varios días en escucharla, pero no le di importancia. Me sentía completamente tranquila al saber que aquel gran éxito saldría a la luz tarde o temprano. Me comentó que le gustaba y que le parecía buena, sin mucho énfasis. No me molestó. Incluso los genios como Laura a veces tardan en darse cuenta de lo que puede comportar un tema así en el mundo.

Algunos días después, me envió un mensaje que me desalentó por completo. Aquella canción le recordaba a otra, que había sido todo un top hit de los años noventa y que conocía a la perfección. No acabé de encontrarle similitudes en mi cabeza, por más que me lo propuse, pero aquello me dejó sin energías. Después de todo, un genio es un genio. Y yo nunca lo fui.

Aunque me comentó que trabajaríamos en ello y miraríamos qué podíamos hacer, decidí olvidar la canción y cantarla en mis adentros, donde todavía seguía siendo todo un himno. Sin embargo, pasaban los días y no podía quitarme esa melodía de la cabeza. Se había convertido en algo tan significativo para mí, en algo tan jodidamente enorme, que sentía que en cualquier momento se iba a acabar expandiendo, hasta colapsar todo mi ser. A modo de válvula de escape, seguía tocándola en la intimidad, para hacerlo más llevadero.

Necesité hablar con Laura varias veces sobre el tema. Un día, la llevé a la sala, y le pedí que, por favor lo intentara. Entonces, antes de empezar, me pidió que tocara la melodía. Y empezó a cantar el hit noventero sobre ella. Sí, tenía un aire. Pero nada que ver con lo que había imaginado. Qué imbécil había sido, ocurre con tantas canciones... El noventa por ciento de las canciones que escuchamos hoy en día tienen los mismos cuatro acordes: Sol, Do, Re y Mim. No era tan difícil que mi melodía encajara con aquella canción. Muchas lo harán, seguro.

Entonces le enseñé lo que yo tenía. E intentó hacerlo. Pero le resultó difícil. Y yo, que me había despojado de toda preocupación, no sentí angustia alguna. Sabía que le iba a costar hacerla suya. Después de tres años sin cantar otra composición que no fuera exclusivamente suya, era de esperar. Pero ahí volvía a estar yo, mis letras, mi música. Y su voz.

La sesión no fue muy productiva, pero obtuve una valiosa lección: El mayor fracaso es no llegar a hacer algo por miedo a fracasar.

Y así es como, en el último ensayo, una vez acabamos todos, antes de que nadie pudiera recoger, sin decir nada, comencé a tocar. Ni si quiera pensé en lo que estaba haciendo, pero allí estaba mi gran éxito. Creo que el bajista lo percibió, porque a los segundos, le había sacado la base a la perfección. Me sorprendí muchísimo al escucharnos a los dos tocar aquel tema, y ver que había encajado completamente la idea. Me preguntó qué era aquello y le respondí que era una canción que había compuesto. Quise enseñársela del todo. Pronto tomé el micro. Me dispuse a cantarla, aunque estuviera un par de tonos por encima del mío.

Curioso era que, en la grabación que había enviado, la voz era un silbido. Había intentado cantarla un par de veces, pero era demasiado aguda para mí y no existía forma de llegar. Y, loca de mí, allí estaba, frente al micrófono, dispuesta a entregarme a cada nota. Sin que la duda de llegar o no al tono existiera en mi cabeza. Es que, de hecho, no existía la posibilidad de fallar. Aquella canción iba a brotar de mis cuerdas vocales del mismo modo que lo hizo de mi alma aquella fría noche de Agosto.

Y arrimando mis labios al micrófono, sin dejar de tocar, empecé a cantar.

"I'm sitting here, on the rain,
smoking all alone my cigarette..."

Joder. ¿Esa era mi voz? No podía ser cierto. Mi cuerpo se estremeció. Pero seguí cantando.

"Thinkin 'bout all these stupid things of life..."

¿Cómo coño lo estaba haciendo? Aquella no podía ser yo. La canción no estaba hecha para mi voz, para mi tono, para mí.... No podía ser real. Y, no obstante, no podía dejar de tocarla. Seguí cantando cada una de las líneas hasta llegar al punto de inflexión, en el que todavía a día de hoy, no tengo decidido cómo acabar.

De pronto, el otro guitarrista, después de haber estado observando con curiosidad, empezó a tocarla, y yo me sentí suficientemente libre como para poder cantarla otra vez, con toda disposición. Y mi voz volvió a brotar con fuerza. Y volví a llegar a cada una de aquellas notas agudas.

Ahora, ambos me preguntaban, curiosos, los detalles sobre las partes. Querían aprenderla. No podía creerlo. Tres años en el grupo, y después de un pequeño rechazo hacia una canción que había compuesto en los inicios, no había vuelto a traer nada más. Y ellos estaban ahí, atentos a cada una de mis simples explicaciones, para poder tocarla. 

-Es buena. -dijo el guitarrista. 

Yo, a pesar de haber tenido el presentimiento de que el tema iba a causar furor allá donde fuera, me sentía tan sorprendida de cómo habían acontecido los hechos, que no lograba creérmelo.

-Joder, si una canción es buena es buena. -repitió. - Y esta lo es. De verdad.

Lo miraba a los ojos. Afirmaba con seguridad. El mero hecho de haber tomado su guitarra, en vez de guardarla y, por primera vez, emular lo que estaba oyendo, ya dijo bastante. Pero yo seguía en éxtasis.

Pedí a Laura que la cantara. Se negó con cariño. Su voz estaba agotada. Pero, realmente, no hizo falta. Volví a entonarla una y otra vez hasta que fue hora de marchar. Y me empezaba a odiar por ello, porque sonaba tan increíblemente bien... Por un momento hasta dudé de si debía cantarla ella. Aquel pedazo de mi alma brotaba por cada poro de mi cuerpo. Y conseguí vaciar mis entrañas, lentamente, con eficacia, hasta que quedé completamente en blanco. La sala estaba impregnada de mi esencia. Un pedazo de mí se había quedado en aquellas cuerdas de bajo y de guitarra. El micrófono había absorbido una parte de mi ser.

Y me fui. 

Lo tengo claro. Va a llegar lejos. 

Vamos a llegar lejos.

viernes, 7 de septiembre de 2012

21º Amanecer. "El Manifiesto".

¿Sabes? Existe cantidad de gente que ha perdido el brillo en sus ojos. En todos lados, a todas horas. Han dejado de sonreír. O, peor aún, su sonrisa transmite únicamente amargura.

Las calles están llenas de cadáveres, de sombras grises vagando entre la masa. De sonámbulos con ojos abiertos, que operan sin libre albedrío, moviéndose a través de las horas de nuestros días. De seres que se levantan por la mañana y se acuestan por la noche. Y eso es todo. O a veces ni eso.

Gente que ha olvidado el significado de la palabra "ilusión". Que desconoce el poder de un sueño, la importancia de los pequeños detalles, la magia del mero hecho que es existir.

Todos y cada uno de nosotros somos obligados a abandonar el espíritu de ese niño que llevamos dentro, a medida que se forjan nuestros días y nuestros años. Todos somos obligados a vivir. Porque vivir es una responsabilidad. Y lo creemos a pies juntillas. Y saltamos al abismo sin dudarlo.

Nos ciegan. Nos dejamos cegar. Drogamos a esa fiera interior, esa que de pequeños sacaba los berridos más estridentes cuando algo no salía bien. La drogamos. Y así, vivimos anestesiados. Dejando pasar un día tras otro. Levantándonos y preguntándonos qué cojones hay ahí que nos haga levantarnos. Por qué deberíamos hacerlo.

Nos dejamos llevar. No sólo no vivimos nuestra vida. Acabamos intentando vivir vidas de otros. Porque alguien decidió meternos en la cabeza que es lo que ha de ser. Que es lo correcto. El modo correcto de vivir. Y dejamos de cuestionar. Y, peor aún, dejamos de cuestionarnos. Borramos nuestros valores y nuestros ideales, si es que alguna vez los llegamos a tener, y seguimos consumiendo droga. Al principio sólo un poco. Y luego, deseando morir de la sobredosis de la abundancia.

Y, si en algún momento, hay un pequeño cortocircuito, y despertamos del letargo, se encargan de hacernos saber que podemos calmar esa ansiedad y esa impotencia con más droga. Acudimos a centros de ocio y compras. Esos son los pozos del olvido. El nuevo Edén. Ahí, uno puede encontrar todo lo que necesita. Y ser feliz. Y todos seguimos inyectándonos más dosis, aunque nuestras venas estén quedando deshechas.

La vida es para trabajar. Producir. Consumir. Y los vacíos que puedan existir, siguen llenándose con materia. La vida es materia. La energía la ponemos nosotros.

Y yo sigo viendo más y más cadáveres. Incluso, a veces, si se acercan demasiado, tengo la sensación de que algo pequeño muere en mí.

Es irónico que exista el miedo a la muerte. Muchos de nosotros ya estamos muertos en vida. Y no sentimos ningún miedo, ni dolor. Ni si quiera lo percibimos. Nos suicidamos. Decidimos perder nuestra vida. ¿A cambio de qué?

Naces y vives solo. Nadie recuerda tu nombre cuando ya no estás físicamente aquí. A veces ni si quiera lo hacen cuando estás. Te hacen creer que necesitas ser parte de algo para poder funcionar, cuando lo único que realmente necesitas es unir todas las partes de tu propio ser y hacerlas funcionar. El resto es la guinda del pastel.

Dicen que el dinero mueve masas. Y te tatúan ese principio en el cerebro desde que naces. Dicen que el éxito es disponer de todo aquello agradable, deseable. Y te dan el listado. Y tú lo sigues a rajatabla, como si de la lista de la compra esencial se tratara. Pasas tu vida en el súper, comprando sueños y satisfacciones.

Nos pasamos la vida llenando nuestro alrededor. Mientras nuestro interior se halla vacío. Nos sentimos solos rodeados de gente. Nos sentimos solos en nuestro propio cuerpo. Y acudimos al señor televisor. O al señor ordenador. O a otra serie de señores y señoras que, lejos de ayudarnos a encontrar las respuestas, nos dejan con más preguntas inútiles en nuestra cabeza.

Olvidamos el significado de disfrutar. Porque acabamos por no saber hacerlo. Sólo queremos más. Más de todo, sea lo que sea. Y luego, una vez conseguimos tenerlo, no sentimos absolutamente nada.

Y nuestro propósito en la vida queda enterrado.

¿Recuerdas cuando eras niño y tenías muy claro que ibas a ser policía, o bombero, o profesor, o médico? Y luego creciste y supiste que en realidad lo que te gustaba igual tenía poco que ver con ello, pero habías encontrado un nuevo sueño. ¿Y ahora? ¿Dónde estás ahora?

¿Lo abandonaste una vez encontraste un trabajo que te proporcionaba lo suficiente como para vivir lo que entonces considerabas una vida plena? ¿Y dónde queda ahora esa plenitud?

Todos los seres humanos erramos. Nos hacen creer que equivocarse es un crimen. Tenemos que ser perfectos. Tenemos que ser el canon. Porque es lo que debe ser. No existen segundas oportunidades. Nunca podrás llegar a ser lo que quieres ser. Porque ni si quiera recuerdas qué era eso.

Pero, sin embargo, ni si quiera eres capaz de llegar a ser lo que debes ser. Lo que se supone que es lo que has de ser. Ni si quiera te permiten llegar a eso, ni convertirlo en tu sueño. Siempre eres demasiado joven, demasiado viejo, demasiado alto, demasiado bajo, demasiado gordo, demasiado delgado, demasiado fuerte, demasiado débil, demasiado inexperto, demasiado competente.

Hacen que la vida sea una de esas máquinas recreativas en las que, por más que lo intentes, por más que calcules bien los pasos y por más que te prepares, siempre acabas quedando demasiado lejos del objetivo. Nunca te llevas el premio. E inviertes todo tu esfuerzo, todo tu dinero. Y nada se mueve. Ni masas ni ostias.

Y si por una de estas, vuelves a despertar del letargo, con energía y determinación, y deseas salir de esta enfermedad, estás fuera. Estás solo. Pero es totalmente irónico, si te lo paras a pensar. Estabas solo de todos modos. Dentro o fuera. Así que... Qué más te da.

Nos hacen sentir que necesitamos la aprobación. De nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestros jefes, de nuestra querida masa. Y nuestra propia aprobación queda siempre en un segundo plano. O en un tercero. O en el fondo de la nada.

Y así es como, millones y millones de sombras grises siguen vagando por las calles. Igual disponen de una casa con jardín, piscina y perro. Igual tienen un trabajo envidiable y cobran cinco mil euros al mes. Igual tienen dos coches, un chalet en la sierra y todo el equipamiento necesario para disfrutar. Igual, hasta han construido una familia. Y quizás eso es lo más precioso que han podido hacer jamás. Y sin embargo, siguen vagando, grises, tristes. Vacíos. Levantándose, yendo hacia un lugar que, en el fondo, odian. Gastando todas sus horas y su energía en hacer algo en lo que no creen. Volviendo a casa en un flamante Mercedes, conduciéndolo a desgana, con ganas de llegar a la guarida y esconderse. Evitando todo contacto con el mundo, con su mundo. Huyendo de sus esposas, sus maridos, sus hijos. Huyendo de sus amigos. Huyendo de sus padres. Huyendo de sí mismos. Y llegan los fines de semana. Y los niños quieren saber quién es su progenitor. Y el progenitor sólo piensa en meterse en su chalet de la sierra y olvidarse de su trabajo, de su existencia, de sí mismo.

Igual no disponen de casa con jardín y perro. Igual no tienen coche, ni han construido una familia. Igual no llegan ni a los treinta años. O ni si quiera a los veinte. Son sólo personas de a pié, a las que una vez su sueño fue negado. Y se pasan el día yendo a la universidad, o a la escuela, o al trabajo. Y vuelven a sus casas y el proceso es el mismo. Huyen. Desean desaparecer. A veces se quejan del mundo. A veces se quejan de la existencia y de la realidad. Y luego, una vez hecha la queja, vuelven a su agujero. A hibernar.

Es irónico que sintamos miedo. Miedo al fracaso. A no llegar al canon. A sufrir. Miedo a no recibir aprobaciones y cariño. Y sobre todo, miedo a morir. Miedo a caer enfermos y morir. Oímos la palabra cáncer o SIDA y se nos estremece el cuerpo. Vemos la muerte. Y temblamos. Pero esas enfermedades no matan. La única enfermedad que mata es la indiferencia, la pasividad, la sumisión. La rendición.

Y se propaga a la velocidad de la luz. Y todos somos extremadamente vulnerables al contagio.

Yo me niego.

_____________________________________________________________________

Recuerdo estos días de verano. Los recordaré siempre.

Vender entradas en una piscina de verano no es el trabajo de mi vida. Pero me ha enseñado algo muy valioso: tasar esos pequeños detalles cotidianos con el valor que realmente merecen.

Este verano cobré unos setecientos y pico euros al mes. Pero me hice rica.

Obtuve algo mucho más grande y valioso que todo aquello que se supone que hemos de alcanzar al final de nuestros días. Y en un sólo verano. Si consigo seguir trabajando en las pequeñas cosas cotidianas de mi vida, a este ritmo, cuando muera, sea cuando sea, me van a incinerar multimillonaria.

No todo fueron glorias. También hubo momentos duros, como en todo trabajo. Pero, en esos días en los que deseaba no haberme levantado, en esos días en que todas esas pequeñas partes en mí no encajaban, aparecía él.

Lo veía bajar corriendo la rampa, casi a punto de tropezar en cualquier paso. Apenas había salido del cochecito. Debía tener dos años. Pero se le veía aún prematuro para mantener demasiados pasos juntos. Él iba a su ritmo. Su padre lo seguía atrás, sujetando el cochecito con una mano y media. Digo y media porque el chico, que apenas pasaría los treinta años, carecía del antebrazo derecho. Y a continuación del codo, tenía un pequeño muñón que le llegaba a la altura del cochecito, rozando con algo de esfuerzo, su manillar.

El chiquillo entraba loco, feliz, eufórico, porque iba a la piscina. Y saludaba sonriendo. Le brillaban los ojos. Se acercaba al mostrador y me soltaba un dulce: "¡Hola!". Esperaba al padre con ilusión, deseando que se apresurara lo máximo posible. Y ahí entraba, al cabo de pocos segundos, el buen hombre, con el cochecito a medio sujetar. Sonreía, saludaba, compraba su entrada, deseaba un buen día, y junto al pequeño, se dirigía con ilusión hacia la piscina.

Un día, después de la carrera, se acercó al mostrador mientras bajaba su padre. Saludó y se me quedó mirando. Yo le sonreía y cuando estaba a punto de decirle alguna tontería para hacerlo reír, se acercó el padre. Me sonrió. "Va, pregúntaselo.", le dijo. Entonces el niño, con algo de timidez, me preguntó: ¿Cómo te llamas?

Yo me quedé tan atónita que al principio no supe qué contestar. Aquel niño quería saber cómo me llamaba. En todos los meses que había estado ahí, nadie me había preguntado mi nombre. Excepto para reclamaciones, claro. Y ahí estaba aquel bicho, deseoso de saber mi nombre.

Le pude responder por fin. "Me llamo Sara". El niño abrió los ojos contento.

El padre compró la entrada y entonces, me dijo que el chiquillo sentía una ilusión enorme por saber mi nombre. Me quedé sin respiración y no supe qué contestar. Intenté preguntarle el nombre al niño. Pero todavía no articulaba del todo bien las palabras y yo me hallaba demasiado emocionada como para comprender algo. No pude entenderlo. Y una vez se marcharon, me sentí imbécil.

Aquello fue peor que el suspenso de matemáticas con un 4.95 que tuve en cuarto de la ESO. También fue peor que el momento en el que se deshicieron de mí, con disimulo, de la academia en la que estuve trabajando unos meses. Fue mucho peor que el momento en el que esa persona, con la que creía estar empezando una relación llena de ilusiones y proyectos, me dejó, de la noche a la mañana. Fue increíblemente peor que el momento en el que aquella persona a la que llamaba "amigo" me hizo el vacío y dejó de querer saber nada de mí. Fue peor que saber que no voy a poderme pagar el conservatorio este año y voy a tener que dejar mis estudios oficiales de guitarra. Fue mucho, mucho, peor.

Pasé los días siguientes esperándolo, con vergüenza a volverle a preguntar el nombre. Deseando que, en algún momento, alguien dijera su nombre y yo pudiera entenderlo. Y así poderle saludar del mismo modo que él hacía conmigo.

La escena se repetía día tras día. El niño bajaba corriendo la rampa, entraba sonriente, ilusionado, con brillo en los ojos, y me decía con su voz dulce y aguda:

"¡Hola Sara!"

Y bajaba el padre, con el cochecito, a los pocos segundos. Pagaba su entrada, me sonreía, me deseaba un buen día y se iba con el pequeño, cruzando el pasillo hasta los vestuarios. Y allí me quedaba yo, con el corazón en el pecho, sin una palabra que saliera de mi boca, sintiéndome más y más imbécil.

Hasta que un día, al salir de la piscina, el niño salió corriendo y vino a decirme adiós, sonriendo. Lo hacía igualmente todos los días, pero aquel en concreto, venía con más familiares. Y alguien dijo las palabras mágicas.

"¡No corras, Ignasi!"

Y yo sentí que me daba un vuelco al corazón. Por fin conocía el nombre del niño.

"¡Adiós, Sara!"

La misma persona que le había pedido que no corriera, entonces dijo con dulzura:

"En casa, todos sabemos ya que te llamas Sara. Ignasi no para de repetirlo."

Y tuve que contener las lágrimas, del mismo modo que hago ahora, para no soltar toda la emoción que guardaba en mis adentros. Sonreí como pude, entre escalofrío y escalofrío. Me armé de valor y dije:

"Adiós Ignasi, hasta mañana."

Y el crío, subió la rampa, mirando a cada segundo al mostrador, repitiendo como loco un "¡Adiós, Sara!" a cada paso que daba, obteniendo mi correspondiente "¡Adiós, Ignasi" como respuesta a cada uno de ellos. Hasta que perdió de vista el mostrador. Y yo lo perdí de vista en la rampa.

Esto se repitió todos y cada uno de los días hasta que, unos días antes de que la temporada terminara, el padre y el crío, dejaron de venir. Y yo hubiera deseado darle el último "hasta mañana". O "hasta pronto". Porque sea como fuere, ese niño no se ha ido. Por lo menos, de mi corazón.

***

Y esta mañana me he despertado. Y he empezado a notar los primeros síntomas. Mi cuerpo se negaba a levantarse de la cama. Mi cabeza amanecía nublada y no sentía fuerzas para levantarme y hacer algo. No sabía qué debía hacer. Qué se suponía que iba a hacer para que tuviera sentido levantarse. 

Finalmente, he conseguido levantarme e ir al baño. He vuelto al instante a la cama, mirando el reloj pasar.

Y de pronto, lo he oído. Alguien lo ha gritado. 

"¡Hola, Sara!"

Y he abierto los ojos. Ignasi estaba ahí, al pie de la cama, sonriendo, mirándome con ilusión, con esos ojos brillando, rezumando vida. 

Algo ha hecho click en mí entonces. Una especie de espasmo que me ha hecho levantarme. Dar un puto bote de la cama. Como una campeona. Y le he respondido, sonriendo: "¡¡Hola, Ignasi!!"

Y nada ha cambiado en mi vida. Sigo teniendo unos pocos euros en la cuenta. Sigo sin trabajo, esperando el comienzo de las clases. Si es que llega. Pero me he vuelto a sentir rica. Y con ganas de sonreír. Hoy he vencido a la enfermedad.

Y sé que volverá a por mí. Volverá a por todos nosotros. 

Pero cada vez que lo haga, sonreiré a Ignasi. Lo saludaré con cariño y empezaré mi día, conservando su sonrisa y su brillo en mi interior. Los haré míos. 

No pienso ceder. No pienso caer. 

No.

Yo me niego.


lunes, 3 de septiembre de 2012

20º Amanecer. "La lista definitiva. O una parte de ella."



Deshacer una cama perfectamente hecha.

Tirarse a una piscina con ropa y saborear las décimas de segundo en que el agua penetra por el tejido y moja la piel.

La cerveza de media mañana.

Guiñar el ojo derecho y sonreír con picardía.

El tacto del teclado del portátil.

Vislumbrar la calle, al salir de la boca del metro, un sábado por la noche de fiesta.

Las milésimas de segundo antes de un beso.

El asfalto de las calles de Belfast.

Quedarse embobado/a mirando la luna llena.

El primer trago de Guinness.

Pasear bajo el chirimiri sin paraguas.

Escuchar una canción nueva y repetirla hasta la saciedad.

El tacto de las cuerdas nuevas y brillantes.

Beber una cerveza al cocinar.

Ver niños jugando en un parque y escuchar sus risas.

Sentarse en un banco a observar a la gente pasar e imaginarse a dónde van, de dónde vienen, qué clase de vida tienen y otro montón de preguntas sin sentido.

La voz de Eddie Vedder desgarrándose. Especialmente en "Jeremy".

Adentrarse en los ojos de la gente. Y perderse en ellos si tienen la puerta suficientemente abierta.

La cerveza de verano en la terraza, al atardecer, con el cielo manchado de nubes.

Sentarse en un banco de St. James Park en Londres y descubrir el sentido de la existencia.

Fumarse un cigarro de noche, tumbado/a en la hierba, mirando las estrellas. O en la cubierta de un barco, si el sueldo lo permite.

El calor de la chimenea del Kelly's Cellars en una noche de invierno.

Las letras de Manolo García.

El primer calo de un cigarro después de un trago de alcohol.

Un abrazo de dos minutos.

Meditar con Enya de fondo.

Entrar a un bar y encontrar música en directo por casualidad. Y que toquen "Fast Car" de Tracy Chapman.

Los susurros en la oreja.

Observar la llama de una vela rodeado/a de oscuridad.

Pasearse desnudo/a por casa.

Darse una ducha con agua ardiendo, hasta que la piel quede roja.

Las risas que pausan los besos y luego los hacen seguir con más intensidad.

Escribir pensamientos absurdos y existenciales en cualquier lugar.

Los acordes sus4, los menores y los de quinta.

Escuchar "Ain't No Sunshine", "Nights of White Satin" y "Black Orpheus" de noche, en el cuarto, a oscuras.

Los flashes de una discoteca que, por segundos, iluminan la acumulación de energía y vida en el aire.

Asignar inconscientemente colores y olores a las cosas, situaciones, personas y momentos.

La poesía de calle, como la de Kutxi Romero y Robe Iniesta. O la de Charles Bukowski.

Desayunar la pizza de la cena del día anterior.

Los bonsáis.

La página en blanco de un documento de Word.

El sonido melancólico del piano.

Ver cómo la barra del "loading" llega a su fin.

Colocarse sólo al escuchar "No Quarter" de Led Zeppelin.

Leer o escuchar citas inspiradoras de cualquier persona.

El acento musical de Belfast.

Sonreír por cualquier gilipollez en medio de la gente y que nadie conozca el por qué.

Las miradas y las sonrisas de complicidad.

El escalofrío que produce una mano acariciando la piel desnuda.

El color negro.

El color blanco.

Las pequeñas conversaciones con desconocidos que hacen sentir amarillo.

El sexo sucio con pasión.

Gritar hasta quedarse sin voz.

Los segundos antes de que el llanto contenido rebose de repente.

Las conversaciones de más de cinco horas sobre el todo y la nada.

El primer "Te quiero".

Las fotografías de la cotidianidad.

El olor del incienso.

Los segundos previos a un orgasmo.

El símbolo de infinito.

El tacto de una aguja, perforando la piel, al hacer un tatuaje.

Salir a un escenario y ver una cara familiar debajo, sonriendo.

Las púas.

Los relojes de arena y las dunas.

Hacer listas.

Las epifanías.

El cuero.

El tacto de las manos de una persona mayor.

Ver amanecer.

Mantener una charla en el asiento trasero de coche, con las ventanillas bajadas.

Pasear por un cementerio.

Las sombras jugando en las paredes...