domingo, 11 de mayo de 2014

25º Amanecer. "El alimento de la vida"


Ahora me acuerdo de Kenny.

Kenny es un precioso pastor alemán que debe rozar los quince años. Anda con la espalda curvada y a primera vista se le pueden contar todas y cada una de sus vértebras. El pobre ya apenas tiene fuerzas para levantar la patita, por lo que, cual cachorro, hace las necesidades casi sin avisar, donde puede.

Conocí a su dueña hace unos meses, mientras lo paseaba por el parque. Yo andaba con mis dos "pequeños", que comparten parecido con Kenny y, como todos aquellos que tienen perro podrán imaginar, fue casi inevitable iniciar una conversación.

"Kenny y yo hemos hecho tanto juntos...", empezaba ella. "A mí me encanta caminar, ¿sabes? Ahora porque ya está mayor, pero nos hemos dado unos paseos y unas excursiones... Solíamos ir de buena mañana a andar, a veces sin rumbo, y nos metíamos por la montaña. Hay unas rutas muy bonitas, hay caminos abiertos por la montaña y esas cosas, pero a mí siempre me ha gustado meterme campo a través. ¿Ves esa montaña de ahí donde está la antena gigante?", me decía señalando a lo lejos, "Poca gente lo sabe, pero si sigues por ahí, hay un poblado íbero. Y en la otra dirección hay un lago precioso. Mira, mira, por ahí".

Supongo que pasó un buen rato hasta que conseguimos despegarnos. Kenny había orinado ya un par de veces y estaba jadeando en el suelo, cansado. Aquella mujer me había explicado las pequeñas aventuras de toda una vida. Pero le ponía tanta pasión a los momentos que había pasado junto a aquel animal que me enterneció. Sentí pena. Miraba a la criatura, que tanto había caminado, tanto había vivido. "Tendrías que haberlo conocido antes.", me decía la dueña. "Ahora ya está tan viejo que apenas damos un pequeño paseo y tenemos que volvernos a casa. Pero de joven tenía una energía y un carácter... Ahora ya está cansado el pobre, ¿verdad Kenny?", le hablaba al perro.

Pensaba en eso una y otra vez. En lo triste que era compartir unos años de tu existencia con una criatura tan maravillosa y verla crecer y envejecer y consumirse. A un ser al que uno podía amar mucho más que a cualquier semejante. Y un día, tras el amanecer, descubrir que ya no estará ahí nunca más.

Supongo que es inevitable. Igual que los preciosos recuerdos que, de vez en cuando, aletean por tu cabeza. Y esa sonrisilla que queda cuando te das cuenta de que sigue ahí dentro contigo, de que quizás esa criatura y su vida fueron, en su momento, el alimento de la tuya propia.