lunes, 19 de diciembre de 2011

9º Amanecer o Un recodo en el tiempo.


Este es un amanecer cristalino. Puro. Claro. Aquel que borra, como la lluvia, la suciedad y el desazón del instante previo. De esas horas de angustia del ayer.

***

Había entrado a trabajar en aquellos grandes almacenes por la campaña de navidad. "Exceso de producción", decía en su contrato. "Exceso de consumismo y aburrimiento", pensaba ella. Los almacenes se llenaban hasta quedar sin aire. Día sí y día también. No importaba la hora. Siempre había gente comprando. 

Su departamento, el de los libros, la apasionaba. Colocaba y recolocaba libro tras libro con ilusión. Adoraba ver tanto volumen de letra a su alrededor. La hacía feliz. Tenía listas hechas de todos aquellos libros que quería leer. De aquellos que había descubierto trabajando allí. Recordaba sinopsis, títulos, autores. Aquella marea de escritura la ahogaba dulcemente. 

Soñaba con poderse llevar todos aquellos libros a su casa. Tenerlos todos y cada uno de ellos colocados, con cariño, a su alcance. Y pasarse el resto de sus días leyendo, perdiéndose en aquellos mundos mágicos que la literatura le regalaba. 

Pero lo que realmente le hacía estremecerse, era fantasear con poder ver, algún día, un libro suyo en esas estanterías. Le encantaba escribir, y la idea de poder compartir un pedacito de su alma con el mundo, en forma de letra, le hacía sentir completa. 

Se acercaban las Navidades. A duras penas una semana de la gran fecha, la gente iba y venía, comprando regalos de todo tipo. Las novedades, expuestas justo a la entrada del departamento, con gran agudeza, despertaban el interés de todo aquel que pasaba. Se detenían a observar qué clase de libros acababan de salir del horno. Se llevaban uno tras otro, ejemplares de aquel que habían recomendado en la crítica del diario, o aquel que habían anunciado e el telediario. O simplemente, preguntaban, curiosos, a los empleados, cuál iba a ser El Libro de las Navidades.

Ella iba y venía también, a un ritmo frenético, para poder cumplir las expectativas perfeccionistas de toda tienda por aquellas fechas. Anotaba el número de ejemplares que faltaban, iba al almacén, cargaba, colocaba en las estanterías y muestrarios y, con delicadeza, recolocaba aquellos ejemplares que se habían movido del sitio o que no estaban alineados simétricamente con los de abajo. No entendía por qué, pero disfrutaba como un crío en un parque haciendo todo aquello.

Estaba absorta, eso sí, en su trabajo. No pensaba. Ni si quiera veía. Hacía y hacía con una sonrisa en su boca. Le gustaba lo que hacía, pero no era consciente de su alrededor. Habían cientos de personas, pero para ella eran figuras. Aquello parecía un sueño borroso. 

Con todo el tumulto de gente, era imposible escuchar algo que no fuera un barullo general. Se oían conversaciones, risas, susurros, gritos, broncas, besos... Era todo una onda sonora compacta de humanidad. Era imposible escuchar algo que sobresaliera de aquello. Ni si quiera distinguir cada uno de sus elementos por separado. Sentía que trabajaba en su burbuja.

Pero de pronto, algo la hizo reventar. Paró en seco. En alguna parte de la tienda, alguien estaba tocando un piano. 

Sin saber muy bien cómo, todo calló. Se abrió una nueva dimensión. Una nueva realidad en la que sólo existía el movimiento. Y el piano. Aquellas dulces notas en medio de todo aquel frenesí la maravillaron. Despertó de golpe y sintió como su vello se erizaba y su piel se estremecía. 

Le vino entonces a la mente la flor de loto. Rodeada de aguas fangosas, tenía la capacidad de salir a la superficie y florecer de una manera simple pero hermosa. Como aquellas notas del piano, en medio de todo aquel espacio de caos y confusión. Perfectamente ordenadas. De una simpleza exquisita.

 Lo entendió todo.  Estaba viva. 

Siguió trabajando, pero el sol que había despertado en su interior brillaba con una luz blanca inmaculada y le hacía sentir que, por un instante, todo tenía sentido. No existían los porqués. El caos se había desvanecido. Los clientes caminaban armónicamente. Empezaba a oír todas las respiraciones en aquella superficie. Y las risas. Y vio la magia que ejercen esos primeros libros en un niño. Esa curiosidad que despierta. Ese inicio del querer más. Del inconformismo. Observó cómo las caras se habían iluminado de pronto, y podía distinguir perfectamente todo tipo de sentimientos en aquellos que aventureros que buscaban entre los libros. Supo también que existía el silencio. El de aquellos que se escondían entre las páginas, en un rincón del departamento. Como si no existiera la realidad. 

Era maravilloso. Aquello parecía un paraíso. Y ella formaba parte de todo...


miércoles, 14 de diciembre de 2011

8º Amanecer o "Queridos Reyes Magos..."


***

Odió aquel lugar desde el primer momento.

Le parecía frío y gris. Daba igual la época del año. Aquello siempre parecía un invierno sin fin. Lo veía vacío y triste. Sentía que le faltaba vida.  Sentía también que la poca que ella conservaba se iba perdiendo, segundo a segundo, cuando estaba allí.

Odiaba aquel lugar con todas sus fuerzas.

Su nuevo hogar, parecía de todo menos un hogar. Se le hacía enorme, y a mismo tiempo, las cuatro paredes se le encogían, absorbiendo su oxígeno. Se sentía unida a los suyos, y más distante que nunca. Vivir en aquella casa le parecía una contradicción continua.

Odiaría aquel lugar hasta el fin de los días.

Las gentes que había conocido allí, tampoco ayudaban. Muy contrariamente, la hacían sentir más miserable. En aquel lugar parecían haberse olvidado de la bondad, del cariño o del apego. Acompañaban, sin embargo, con toda fidelidad, a la esencia del lugar.

Quería escapar de allí. Se sentía presa. Había dejado tantas cosas atrás para empezar una nueva (y mejor) vida allí. Oh, si lo hubiera sabido a tiempo... Claro que, en aquel momento, a comparación, la idea de mudarse le parecía el edén. Pero, poco a poco, su edén se transformó en su infierno.

Seis años le pasaron volando. Noches frías, días fríos, sueños grises y vacíos... Aquel lugar casi había acabado con ella y con su alma.

Y, de pronto, aparecieron. Ellos. Misteriosamente. De la nada.

Pero las noches se tornaron acogedoras. Y comenzó a saborear los días. Aquellos cafés que le daban vida. Aquellas copas que le quitaban temores. Aquellas risas que, casi de sorpresa, habían ocupado sus días.

Quizás aquel lugar no era ya tan malo.

Empezaba el invierno, pero ella sentía que era verano. Veía a gente por la calle, sentía que tenía tanta vida, que podía regalar pequeñas dosis por el mundo. El reloj dejó de contar. Sentía hambre a todas horas y no existía mundo suficiente para saciarla.

Comenzaba a sentir que aquel lugar valía la pena.

La luz apareció de pronto. Durante el día, durante la noche, en su corazón... Su casa se había transformado en alegría pura. Y se sentía tan a gusto... Cuando podía pasarse, claro. Estaba demasiado ocupada por ahí fuera, disfrutando de los pequeños placeres que aquel lugar le entregaba.

Deseó quedarse ahí para siempre. Con ellos. Los que habían transformado su existencia. Se dio cuenta, entonces, de que el lugar no importaba. De hecho, no lo había hecho nunca. Todo estaba en ella.

Y ella estaba empezando a amanecer...








sábado, 10 de diciembre de 2011

7º Amanecer o Renacer.



El sol despuntaba con toda la energía posible. Este es uno de esos amanceres que te dan sed de vida. Que te animan a soñar, a anhelar, a imaginar. Pero sobre todo, te recuerdan por qué merece la pena vivir.

***

Lo supe desde el primer momento. Aquellos ojos albergaban toda una vida en su interior. Tantas experiencias, que hubiera podido escribir libros y libros. Demasiadas, al fin y al cabo. Y, sin embargo, se mostraba imponente, inflexible, firme y decidida. No dejaba pasar ni un ápice de sí misma a través de aquellos preciosos ojos. Pero el diablo nunca fue sabio por ser diablo...

Yo, como otros tantos, seguramente, me preguntaba por qué aquellas personas con corazón tan puro como ella estaban predestinadas a ser heridas de un modo u otro. En ocasiones, yaciendo eternamente en su lecho, muriendo poco a poco, desangrándose a través aquellos latigazos que el tiempo les había regalado.

Sin entender bien por qué, mi alma gritaba en silencio al verla abandonarse poco a poco. Había decidido firmemente morir, lentamente, y yo no podía ni si quiera frenarla. Cada segundo que pasaba era uno más hacia el abismo. Su espíritu se consumía. Y yo no podía hacerlo renacer.

Me dolía el pensar que una criatura como ella, tan bella y perfecta, no quisiera regalar al mundo su presencia y sus días. Me torturaba la idea de que un ángel como aquel hubiera olvidado cómo extender sus alas y alzar el vuelo. Nos habíamos vuelto locos todos. Y yo el que más.

Me di cuenta del alcance de mi locura, cuando entendí que mis días tenían sus iniciales grabadas en los vértices. Descubrí cuán frágil me había vuelto, cuando mirando de nuevo aquellos ojos, me rompí en mil pedazos. Empecé a odiarme el día en que, cuando quise navegar en sus sonrisas, me di cuenta de que se hallaban vacías. Mi vida se había vuelto una espiral. Pero yo no quise hacer otra cosa que no fuera adentrarme más en ella.

Mi razón no llegaba a comprender que alguien hubiera tenido suficiente valor para destrozarla así. Pero lo que menos entendía era cómo ella misma había sucumbido. Aquello me mataba por dentro. No podía aguantar ni un instante más.

Y aquella noche salté. Decidí que si ella caía en picado, yo iría detrás suyo. Si no podía amortiguar su caída, si ella no cogía mi mano, sería yo quien fuera a por ella. Que, cuando llegara el momento, la acompañaría a su destino, a mi destino.

Y entonces vería la luz. Saldría de sus tinieblas, sus heridas sanarían y su espíritu volaría libre por fin. Entendería que era un regalo para la vida. Y no al revés. Sabría que cada uno de sus latidos hacía funcionar el mundo. Mi mundo.

Decidiría renacer. Ser ese fénix que resurge de sus cenizas y alza el vuelo en pleno esplendor...

***

Aquella noche le entregué mi alma. Y si fracasaba, por lo menos mi esencia descansaría con ella. Habría luchado hasta el último segundo. Y no existiría muerte más dulce en todos los tiempos...

Nunca una noche ha vencido a un amanecer.





jueves, 8 de diciembre de 2011

6º Amanecer o Casualidades de la vida



No ha amanecido todavía.
***

Casualidades de la vida que esta noche se me cruzaran los cables y decidiera salir.

Casualidades de la vida que me encontrara a un hermano.

Casualidades de la vida que apareciera un colega de Belfast.

Casualidades de la vida que fuera una noche tan grande.

Casualidades de la vida que las vueltas en tren me llevaran tan lejos.

Casualidades de la vida que el Claddagh ring se volviera protagonista.

Casualidades de la vida que apareciera en mi vida.

El amanecer, ese misterioso destino, que todavía está por llegar. Ese que traerá todo aquello que aún no ha pasado, aquello tan grande que nos promete la vida...



martes, 6 de diciembre de 2011

5º Amanecer o el arte del tiempo.


Un amanecer oscuro, tímido, lento.

***

Los borrachos habían abandonado ya las calles para dejar que los más madrugadores las invadieran en su lugar. Pero ellos se habían propuesto ser los últimos en ceder. Preferían abandonarse al frío de la mañana que abrazar la derrota y volver a casa.

No sabían bien si era por el dulce sabor de la rebeldía, o por el amargor del adiós, pero por una o por otra, necesitaban permanecer en aquel lugar. Se les ocurrían locuras de todo tipo para alargar el instante. Aquello era un caos de creatividad. El brainstorming de dos genios funcionando a pleno rendimiento. Existían alternativas de todo tipo. Podrían haber salvado el mundo entero. Sin embargo, en aquel mismo momento sólo importaba salvar el suyo.

Siempre fue mucho más fácil hacerlo en un bar. O en una cama. Y es que el frío nunca acompaña. Sólo entorpece los sentidos. Y el alma. 

Tras ingeniar los planes más descabellados, sucumbieron a la evidencia. Sabían de sobras que cualquier intento y muestra de irreverencia les acabaría costando demasiado caro. También económicamente, por supuesto.

Últimamente, sólo parecían existir hoteles a su alrededor. Se habían llegado a preguntar cuántos hoteles, hostales y albergues podría llegar a haber en la ciudad. ¿A cuántos hoteles por ciudadano saldrían? No lo sabían, pero les parecían demasiados.

Tocados y hundidos, se dirigieron al tren. Derrotados. Vencidos. Esperaban sentados en las escaleras a un tren que tardaría 20 minutos en llegar. La obstinación había dado paso a un cansancio extremo y los párpados empezaron a pesar. Se quedaron dormidos. Los dos. En unas escaleras.

Una voz los despertó. El personal de seguridad de la estación les preguntaba qué tren iban a coger. Medio dormidos, respondieron. Les informó de que estaba a punto de llegar y que tenían que apresurarse si no querían perderlo. Pero era demasiado tarde. Para cuando se habían dado cuenta, el tren se había puesto ya en marcha. Maldita estupidez.

Esperaron otros quince minutos más. Y pronto llegó el siguiente. Como si de imanes se tratara, permanecían completamente unidos. Alargando un momento imposible.

Pasaron unos minutos y cada uno seguía su camino. Solo.

El día amanecía triste, gris. Hacía frío. Las primeras luces del día iluminaban las vías. Las estaciones estaban llenas ahora de trabajadores. Parecía que el mundo seguía. Pero ellos sentían que el suyo se había parado de golpe, hacía escasos minutos, en aquel andén.




viernes, 2 de diciembre de 2011

4º Amanecer o el primero de muchos.

Fotos de Hostal Mar y Huerta, Santa Eulalia del Río


Este es un amanecer de costa, de verano. Un amanecer cálido, sobre todo por la compañía. Pero al mismo tiempo frío, por el mismo motivo. Es uno de esos amaneceres que marcan etapas. Que señalan el fin de lo vivido y el principio de lo que queda por vivir.

***

Cuando se juntaron en la playa aquella noche, después de todo el día caminando sin parar, apenas se tenían en pie. Sus caras delataban cansancio, pero su espíritu pedía más. Sentían que el reloj de arena se vaciaba demasiado rápido.

Aquel cuadro era digno de haber sido visto y analizado. Estaban los que jugaban con las olas, sin atreverse a meterse del todo, estaban los que subían al puesto de socorrista, o a la caseta., o los que hacían corros y contaban historias de miedo, o tocaban.

Ella se encontraba en uno de esos corros. Aquel tipo les explicaba que en el batir de las olas, se podían oír las voces de aquellos que habían muerto ahogados en el mar. No sabía si era sugestión, pero le pareció oír murmullos y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era mejor dejar de pensar en ello. En realidad, era mejor dejar de pensar en todo, apagar la mente durante un tiempo.

Pero llegó lo inevitable. El momento en el que debían decir adiós por fin a todos aquellos momentos compartidos. Les quedaban horas. Luego todo habría quedado en nada. Pasaría el tiempo y dejarían de ser lo que habían sido hasta ahora. De compartir momentos, o sueños, o risas, o aventuras.

Los enviaron a todos a la cama. Pero poco tardaron en juntarse a través de los balcones contiguos entre las habitaciones. Con sigilo, disimulo y alguna que otra risa que se escapaba de vez en cuando, decidieron esperar un rato a que durmiera todo el mundo, y reunirse en uno de los balcones más grandes, todos aquellos que cupieran, para pasar las últimas horas, por lo menos, juntos.

Y así fue como ella fue a su habitación a informar de las condiciones al resto. Pero no parecieron muy entusiasmados, más bien aburridos. Dedujo que le tocaría despertarse sola y puso todas las alarmas que encontró a las cinco de la mañana. Estaba destrozada, y calló dormida profundamente en tan sólo unos minutos.

Tras cinco horas, empezaron a sonar alarmas. Paró la del móvil y la su reloj de muñeca. Pero no hubo manera de levantarse. Una de sus compañeras, que tenía sueño ligero, se encargó de despertarla, con cuidado. Pero en cuanto abrió los ojos, vio que todavía era de noche y decidió dormir media hora más.

Cuando se despertó, había pasado una hora y media, y de un salto, se tiró hacia el balcón, asustada, con miedo a haberse perdido el gran momento. 

Asomó la cabeza. Las sillas se acumulaban en el balcón más grande. Había menos personas de las que se habían comprometido, pero a ella le sorprendió que hubiera tanta gente. Sentados, mirando los primeros rayos del día, la saludaron. Ella se unió al espectáculo. 

El humo de los pitillos creaba formas imposibles, el sol, tímidamente, iluminaba aquellas caras llenas de ojeras. Pero las miradas eran firmes. Y ella sentía un calorcito en su interior. Sabía que aquello iba a ser el despertar de algo nuevo, que todos y cada uno de los que estaban en aquel balcón iban a empezar a tomar las riendas de su propia existencia.

Pero al mismo tiempo, sentía un gran vacío. Iba a abandonar dos de los años más felices de su vida. Iba a dejar su infancia atrás. ¿Y quién sabe si volvería a verlos jamás? Aquel pensamiento la apenó, y por un momento, se sintió insegura. Temió aquello que tenía que venir. Temió no volver a compartir más momentos como hasta entonces.

Fuera como fuese, era inevitable. Un nuevo día estaba empezando, y con él, una nueva vida. Le parecía precioso, a pesar de todo. Y supo que aquel era el primer amanecer de muchos que tendrían que venir.

Lo que no imaginaba era que quedaría grabado por siempre en su memoria. No por ser el primero, sino por haber marcado, con aquella luz impetuosa, el comienzo de lo que sería una de las etapas más importantes de su vida.