miércoles, 23 de noviembre de 2011

30 Amaneceres.


1º Amanecer o cómo sacar una sonrisa de una chistera.

Este es un amanecer de noviembre, urbano, gris. El sol despierta a las siete y cuarenta y dos de la mañana, pero hasta horas después no hará firme acto de presencia. Se esconde tras el manto de nubes densas que envuelven el cielo.

***

Se levanta a las seis y cuarto de la mañana. Tiene visita a las ocho y cuarto en el hospital, para hacer terapia, pero no quiere dormirse. Así que se apresura a desayunar y prepararse. Nunca entiende por qué, pero siempre acaba saliendo tarde, a pesar de haberse levantado casi dos horas antes de su cita.

Sin embargo, hoy se siente positiva. Siente que va a comerse el mundo. Y puede que algún que otro labio. Siente la tontería matutina del enamoramiento quinceañero que, sin saber bien por qué, lleva días experimentando. El cielo es gris, pero ella lo ve rosa.

Tras el trayecto de tranvía, consigue aparecer en el hospital a las ocho y cinco. Es la primera. Se acerca al mostrador a preguntar a dos secretarias que parecen estar bien entretenidas en una apasionante conversación.

-Pues lo que te decía: Es que como sigan las cosas así, poco queda a hacer.

-Ya. Pero es que yo llamé. Y he vuelto a llamar hoy. Y lo dejé listo. Sigo sin entenderlo.

-Sí, bueno, ¿pero quedó lo otro atado? Porque...

Intenta interrumpir educadamente para saber si se halla en el lugar correcto, pero ninguna de las secretarias parece facilitarle la ocasión.

-Vamos a ver, yo le dejé el fax listo. Y llamé para comprobar. ¿Hablaste tú con el doctor?

Decide renunciar. Esas conversaciones la sacan de quicio.

Aparece una chica joven, cinco o seis años menor que ella, y se sienta. La observa por el rabillo del ojo, esperando encontrar el momento apropiado para iniciar el diálogo y cerciorarse de que ha venido en el momento y al lugar exactos. No parecen coincidir.

No hay nada en el mundo que la irrite más que la incomunicación verbal. Ya sea producida por el exceso o por su carencia.

Entra entonces una enfermera alta y delgada. Esbelta y bella, con la edad apropiada para presumir y al mismo tiempo hacerse respetar por ello. Tiene caché. Coloca elegantemente papel tras papel en los archivadores del mostrador, mirando de reojo a las dos cotorras empedernidas.

-Disculpe. -dice una voz juvenil. -Tengo hora para la terapia, ahora a las ocho y cuarto. ¿Estoy en el sitio indicado?

La chica joven se halla ahora en el mostrador, acallando a las dos mujeres. Se ha convertido en su ídola. Observa cómo las dos marujas buscan papel tras papel, desesperadamente, como quien busca la fórmula a memorizar antes de un examen.

La enfermera elegante se adelanta. Extiende un par de hojas grapadas a sus compañeras y les informa de su contenido. Una de las marujas decide entonces explicarle a la chica, mientras que la otra atiende una cola de tres personas que se ha formado en apenas unos segundos.

En cuanto acaba con la chica, ella se dirige al mostrador, para obtener la misma información. Entonces, la maruja número dos, vuelve a hablar con la maruja número uno. La cola puede esperar.

"Esto es indignante", piensa. Nota como, de pronto, su sangre parece empezar a hervir. No entiende cómo pueden existir personas tan incompetentes trabajando de cara al público. Tampoco entiende cómo pueden estar, precisamente, en un hospital. En un sitio donde lo que realmente se necesita es mano izquierda y lo que sobra es... cualquier cosa como lo que ahora mismo está presenciando.

Al cabo de un par de intervenciones, parece estar dispuesta a escucharla. Pero, oh, no. No aparece en las listas. "Tanta burocracia para que luego pasen estas cosas", piensa ella. "Como esto siga así, voy a enviar a todo el mundo a la mierda un rato".

No sabe bien qué decir, pero entonces la enfermera con caché se adelanta y le pregunta el nombre. Al contestar, identifica su ficha y se la entrega en mano con una sonrisa de oreja a oreja.

Se le enternece algo en el alma. Su sangre parece enfriarse poco a poco ahora.

Entra, en último lugar, una mujer de unos cuarenta y tantos años con uniforme. Encorvada, con expresión taciturna y sin brillo en los ojos. Con arrugas que muestran el hastío de sus años. No puede evitar entristecer al verla. De hecho, entristecería a cualquiera con un mínimo de empatía humana a su alrededor.

Y la enfermera esbelta, acaba su actuación. Mira a la mujer con cariño, al mismo tiempo muestra prudencia. Sonríe y dice entonces:

-¿Cómo vas de lo tuyo?

La mujer apenas alza la mirada.

-Bueno, voy haciendo. En fin, ni bien, ni mal, voy, simplemente. Voy haciendo.

A cualquiera que hubiera estado a kilómetros a la redonda, aquel intento de justificación le hubiera sabido a hiel. Hubiera sido un pequeño latigazo de redención por atreverse a preguntar. Pero no para esa enfermera. Ella simplemente sonríe. Enternecedoramente, arropando a todo el personal de esa sala. Corrigiendo lo incorregible sin apenas intentarlo.

"Existen personas que nacen para iluminar a otras con su luz.", reflexiona nuestra paciente, que siente cómo esa luz la invade, y le devuelve esa tontería matutina.

Y así, la enfermera siguió sonriendo. Sacando la luz a ese amanecer nubloso que hace apenas treinta minutos se ha iniciado.

1 comentario:

  1. De verdad Sara, no tengo palabras para este texto... Me ha resultado fascinante como lo has descrito todo, los sentimientos, las emociones. Yo misma era la paciente sin darme cuenta. Y la finalidad del relato enternecería a cualquiera, pues sí, hay personas que iluminan su alrededor por esa increíble fortaleza que a otros le faltan.

    Sencillamente precioso :)
    Un beso muy grande guapa

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